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Bacterias cultivadas en una placa de Petri. Fortgens Photography / Shutterstock

Lecciones de la evolución para mejorar nuestra relación con las bacterias

La última vez que acudí a urgencias fue para acompañar a una persona cercana a la que se le había diagnosticado covid-19. Después de una considerable espera, fue atendida. Al volver, me contó estupefacta que la doctora le había prescrito antibióticos para un virus. Los antibióticos no funcionan frente a una infección viral: lo único que hacen es atacar a las bacterias de nuestro cuerpo.

La falta de una visión integral de las relaciones con nuestra microbiota lleva a que se receten antibióticos de manera indiscriminada. La propia población ha normalizado su uso, lo que está acelerando la resistencia a estos medicamentos por parte de ciertas bacterias. Y al mismo tiempo, los microorganismos esenciales para nuestra salud sufren daños colaterales a los que no se les presta la suficiente atención.

La responsabilidad recae, en parte, en una percepción sesgada de la ciencia que deriva de las teorías evolucionistas. Estamos acostumbrados a ver las interacciones entre seres vivos como relaciones de competencia, regidas por la ley de la selección natural. Este mecanismo pone el acento en el valor del egoísmo y la autosuficiencia, pues quienes sobreviven y pasan sus genes a la siguiente generación son los “más fuertes”. Pero la historia de la vida esconde interacciones fundamentales que implican una colaboración entre especies a distintos niveles.

¿Somos egoístas?

Uno de los textos más importantes en la historia de la genética evolutiva es El gen egoísta, del biólogo y divulgador británico Richard Dawkins. Este libro a menudo ocupa el puesto número uno en las listas de lecturas recomendadas del plan de estudios para cualquier científico de ciencias de la vida. El valor de la obra de Dawkins en la historia de la biología es incontestable, pero el concepto presente en su título transmite precisamente la idea de que la evolución existe por la capacidad de los genes –o bien, de especies y poblaciones– de velar por su propio interés.

Al mismo tiempo, la teoría de la evolución más aceptada en la actualidad es la síntesis evolutiva moderna o neodarwinismo, que integra los principios de la evolución de las especies de Darwin con la teoría de la herencia genética de Mendel. Esta teoría se podría resumir en que los cambios evolutivos provienen de la competencia entre organismos independientes. De nuevo, la idea de que sobreviven los más aptos.


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De esta manera, los científicos han imaginado la vida como una cuestión de autorreplicación de cada especie, que supuestamente afronta los desafíos evolutivos y medioambientales por sí sola. En este contexto, las únicas interacciones relevantes entre especies serían aquellas que implican eliminarse mutuamente. Otras relaciones de cooperación, como las mutualistas, han quedado relegadas a un segundo plano.

La otra historia de la vida

Ya a finales del siglo XX, las investigaciones de Lynn Margulis mostraban al mundo el papel fundamental de la simbiosis en la historia evolutiva del planeta. Su teoría endosimbiótica explicaba, entre otras cosas, cómo las células procariotas evolucionaron hacia eucariotas –las que forman animales, plantas y hongos– por asimilación de ciertas bacterias. Estas células adquirieron la capacidad de realizar procesos metabólicos que originalmente solo existían en esas bacterias, convirtiéndose en organismos simbiontes favorecidos por la selección natural.

La investigación de Margulis subraya la importancia de la relación entre las comunidades microbianas y otros seres vivos, como los humanos. A lo largo de toda la historia evolutiva, esas interacciones han modificado el devenir de la vida en la Tierra, hasta el punto de que todo organismo está compuesto por una variedad de seres vivos que cohabitan con él, un ensamblaje de especies bautizado como “holobionte”.

Todos somos holobiontes, incluidos los seres humanos, ya que establecemos relaciones simbióticas con microorganismos que forman su propio ecosistema en nuestro cuerpo. De hecho, se cree que las personas tenemos más células microbianas que humanas. Estas llevan a cabo funciones esenciales relacionadas con el metabolismo e, incluso, influyen en nuestros estados de ánimo.

Una consecuencia de nuestra inconsciencia

La teoría neodarwinista dominante no solo ha sido cuestionada por Margulis: también la deja en evidencia el estudio de la transferencia genética horizontal (HGT). Merced a este fenómeno, el material genético no se mueve a través la transmisión del ADN desde los progenitores a su descendencia, sino entre organismos relacionados. La HGT ha contribuido, por ejemplo, a entender la patogénesis (conjunto de procesos que se suceden para causar una enfermedad) de ciertas bacterias, pues es la razón principal de que se propague la resistencia a los antibióticos.

A través de mecanismos como la HGT, las bacterias que son más resistentes a causa de las mutaciones intercambian material genético con las demás rápidamente. Ante una amenaza externa como un antibiótico, las bacterias resistentes no solo se protegen a sí mismas, sino también a sus vecinas. Y el mal uso de los antibióticos contribuye a la progresiva aparición de estas “superbacterias”.

En 2016, un estudio estimó que en 2050 las muertes anuales causadas por estos patógenos se acercará a los 10 millones. El desarrollo de las “superbacterias” es uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. Algunos científicos avisan que estamos ante una pandemia silenciosa.

Conocer a fondo el funcionamiento de estas interacciones con nuestros microorganismos y darles visibilidad en los discursos evolucionistas a todos los niveles educativos nos ayudaría a enfrentarnos al problema.

Luz en la oscuridad

De alguna manera, la idea de la supervivencia del más apto postulada por Darwin se ha malinterpretado en las sociedades modernas. Pero los hallazgos de muchas investigadoras e investigadores han ido más allá para desvelar la otra historia de la vida, demostrando que solo existimos gracias a las interacciones con otras especies.

Y antes de finalizar, nos gustaría compartir la historia de un pequeño calamar hawaiano llamado Euprymna scolopes, muy ilustrativa de lo que hemos explicado.

El calamar ‘Euprymna scolopes’. Chris Frazee and Margaret McFall-Ngai / PLoS Biology, CC BY

Cuando es adulto, este molusco desarrolla un órgano bioluminiscente con el que imita el reflejo de la luna en el fondo del mar, lo que le permite confundir a sus depredadores. Sin embargo, ese órgano sólo es adquirido si las crías entran en contacto con una especie específica de bacteria: Vibrio fischeri. Nuestro calamar tiene que encontrar al microorganismo en el agua del mar para que esta colaboración se produzca exitosamente.

Gracias a esa bacteria, Euprymna scolopes puede existir.

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