La clemencia del poderoso frente al sujeto delincuente tiene una larga historia que no es posible abarcar en este artículo. Aunque antiguamente se trataba de una potestad regia derivada de su poder absoluto, en un sistema democrático como el nuestro es al Gobierno a quien compete ejercer esa prerrogativa, aunque el art. 62 de la Constitución enfatice que “corresponde al Rey ejercer el derecho de gracia”. En realidad, se trata sólo de una atribución formal, similar a la de sancionar las leyes, que firma el Jefe del Estado pero cuya generación le es ajena.
La Exposición de Motivos de la todavía vigente Ley de Indulto de 18 de junio de 1870 comenzaba advirtiendo que por “la naturaleza misma de la prerrogativa de indulto, el sentimiento se sobrepone fácilmente a la razón”, queriendo decir con ello que la sociedad puede percibirlo como sinónimo de impunidad para los responsables de crímenes ya juzgados y condenados.
Esta visión realista de la interpretación peyorativa que los ciudadanos pueden arrojar sobre una institución común en los Estados de nuestro entorno alcanza su máxima expresión si esos mismos ciudadanos escuchan que el Gobierno de España piensa indultar a los presos del Procés, cuando guardan perfectamente impregnadas en su retina las imágenes del intento secesionista catalán de 2017 y consideran que el proceso penal y las duras condenas posteriores fueron solo la lógica aplicación de la máxima “el que la hace, la paga”, sin pararse a analizar si aquella sentencia condenatoria tenía o no consistencia jurídica.
Frente a dicha sentencia condenatoria, el Gobierno parece dispuesto a tomar una decisión jurídicamente comprometida como la de indultar a esos “traidores a la Constitución” y hacerlo, además, contra la opinión del propio Tribunal Supremo, que se expresó con claridad la semana pasada.
Sentimiento contra razón
Es difícil no observar en ello una intromisión ilegítima del Gobierno en la potestad jurisdiccional de “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”, impidiendo que los presos del Procés cumplan íntegramente su condena. Nada distinto de aquello que el ministro de Gracia y Justicia del “Sexenio Democrático”, Eugenio Montero Ríos, expresó en el preámbulo de la ley de 1870: sentimiento contra razón.
En efecto, por mucho que le pese a una gran parte de la ciudadanía, el Gobierno tiene razón y paso a exponer por qué.
La concesión de un indulto no niega la previa decisión judicial, sino que sirve extraordinariamente para adoptar una decisión en pro de la justicia porque se entiende que, aunque la condena del indultado se produjo respetando por completo la ley vigente, el cumplimiento de la misma puede acarrear más perjuicios que beneficios, no al indultado (que lógicamente se alegrará), sino a la sociedad en general.
Montero Ríos hablaba de prudencia y equidad. Hoy el sistema penal democrático se rige sobre todo por la idea de lograr, mediante el cumplimiento de la pena, la paz social conmocionada por la comisión del delito. En la aplicación cotidiana del Código Penal, los tribunales aplican la ley con rigor y sin embargo el propio Código Penal les permite solicitar al Gobierno el indulto del reo cuando consideran que esa aplicación de la ley es injusta por desproporcionada y que debería imponerse una pena menor.
No hay en ese caso ninguna intromisión del poder judicial en otros poderes; se trata simplemente de acomodar las decisiones del orden penal a la idea de Justicia que el artículo 1 de la Constitución reconoce como un valor superior del ordenamiento jurídico.
Conviene saber que, tratándose desde luego de algo excepcional, cada año se conceden en España cientos de indultos a los que la opinión pública no presta la más mínima atención; y algunos años las cifras se disparan hasta los 1600 (en 1998) ó los casi 1900 (en el año 2000), con Gobiernos del Partido Popular.
Hace pocos meses se indultó por “razones humanitarias” a un empresario condenado por delito contra el medio ambiente tras haber arrojado a la atmósfera 3.378 toneladas de CO₂ . Gracias a ello, eludió la prisión, “a condición –reza el Decreto de indulto– de que no vuelva a cometer delito doloso en el plazo de dos años”.
Esta cláusula adicional está prevista en el art. 16 de la Ley de indulto y garantiza un comportamiento correcto del indultado durante un período de tiempo determinado. En otro artículo se impide la concesión del indulto en caso de reincidencia, exención que curiosamente no reza para los delitos de rebelión y sedición, según dispone el art. 3 de esa misma Ley.
¿Permitimos que el Gobierno pueda utilizar este instrumento para tomar decisiones en pro de la justicia previo un análisis cabal del caso? Ese es el fondo de la cuestión y no que el ejercicio del derecho de gracia atente siempre contra la Justicia.
Sedición no es rebelión
Los presos del Procés fueron condenados por sedición, que es un delito contra el orden público, y no por el delito de rebelión del que eran acusados por la Fiscalía. Una condena muy controvertida porque la configuración del delito de sedición es hasta tal punto endeble y ambigua que podría ser aplicado sin ningún problema a cualquier colectivo ciudadano que intentase impedir la ejecución de un desahucio. Se puede aplicar a hechos como ese o a un alzamiento tumultuario muy grave que intentase impedir, por ejemplo, la ejecución de leyes humanitarias en una zona fronteriza; ni siquiera exige la utilización de la fuerza, basta con actuar fuera de la ley.
Se trata, por tanto, de un delito manifiestamente derogable, porque los hechos que pretende castigar podrían castigarse como desórdenes públicos o como un acometimiento colectivo contra los agentes de la autoridad, delitos castigados con penas muy inferiores.
Los condenados han ejercido su derecho a recurrir en amparo ante el Tribunal Constitucional, que ya ha resuelto los recursos de dos condenados (los consejeros Rull y Turull) y ha considerado que pese a que esa norma presenta una cierta ambigüedad en su tenor literal, no incumple el mandato constitucional de taxatividad, siendo por ello acordes con la Constitución las penas impuestas.
Por el contrario, dos magistrados consideran que dichas penas son desproporcionadas, basándose precisamente en que, dada la laxitud del texto normativo, “hubiera sido necesario tener en cuenta las dudas técnicas que el recurso al tipo penal de sedición suscita en este caso, debiendo adecuarse la gravedad de las sanciones a la gravedad de las infracciones que castigan” y expresamente mencionan una cláusula de atenuación prevista en el artículo 547 del Código Penal que habría permitido rebajar sustancialmente las penas impuestas y que omitió olímpicamente el Tribunal Supremo.
Bajo esa inspiración, el Gobierno está legitimado para conceder a los presos del Procés un indulto parcial –similar al del empresario contaminador– que adecúe la respuesta penal a la proporcionalidad que reclama ese voto particular del Tribunal Constitucional, añadiendo –si así lo considera conveniente– una cláusula condicional para que los reos no vuelvan a delinquir en un período de tiempo determinado, con lo que asegurarían la paz pública que tantos ciudadanos entienden injustamente perturbada, mediante una medida de gracia que sólo puede calificarse como justa y necesaria para reforzar la vigencia del valor superior de la Justicia que proclama el artículo 1 de la Constitución.