A mediados del mes de mayo, cuando estábamos preocupados siguiendo el avance de la pandemia de covid-19, ocurrió un suceso que pasó relativamente desapercibido: el glaciar más grande jamás registrado se desprendió de la banquisa de Ronne, en la Antárdida Occidental.
El monstruoso bloque de hielo –bautizado “A-76”–, con un tamaño ligeramente superior a la isla de Mallorca, comenzó así su deriva por mares y océanos. Las dimensiones del A-76 eran tan extraordinarias que contenía unos 624 km³ de hielo: ¡el equivalente a 200 veces el volumen de agua almacenada en el embalse de La Serena (Badajoz), el más grande de España!
Como veremos más adelante, en esa gigantesca masa de hielo el A-76 transportaba algo mucho más precioso que agua dulce congelada. O mucho más peligroso, según se mire.
Cambio climático y deshielo de la criósfera
La causa más probable del desprendimiento del glaciar A-76 es el cambio climático, que ha elevado las temperaturas del planeta entero y descongelado gran parte de la criósfera. Este término hace referencia a todas aquellas regiones del planeta en las que el agua está permanentemente congelada, e incluye los glaciares y el permafrost.
Se estima que, entre 1994 y 2017, la criósfera perdió 28 trillones de toneladas de hielo que han contribuido a elevar el nivel del mar en casi 35 mm. Pese a los disturbios que este fenómeno ha provocado, una inesperada consecuencia del descongelamiento de la criósfera preocupa cada vez más a los científicos: la resurrección y liberación de una gran cantidad de microorganismos que han permanecido atrapados durante milenios en el hielo, sin perder su capacidad para multiplicarse.
Microorganismos conservados en el hielo
La historia de este hallazgo se remonta a los años 80 del siglo pasado. Entonces, un grupo de investigadores soviéticos descubrió la presencia de microorganismos de todo tipo en bloques de hielo colectados a varios kilómetros de profundidad, en el interior del continente Antártico. Desde entonces, incontables estudios han demostrado que la criósfera alberga una impresionante cantidad de seres microscópicos. Muchos de ellos se encuentran en un estado de vida latente; pero otros tantos se multiplican activamente, a temperaturas por debajo del punto de congelamiento.
Cuando de microbios se trata, las cifras suelen alcanzar proporciones astronómicas. Literalmente. De hecho, el descongelamiento de la criósfera libera anualmente alrededor de 4 x 10²¹ microorganismos, un número muy cercano a la cantidad de estrellas que se supone existen en todo el Universo. Aunque la mayoría de estos microbios son inofensivos para los demás seres vivos, otros tantos son patógenos, como ciertas bacterias, levaduras y virus que han sido detectados en glaciares del mundo entero. En ocasiones, se trata de microbios que han permanecido congelados durante miles, e incluso millones de años.
Patógenos congelados y cambio climático: una combinación muy peligrosa
A raíz de estos y otros hallazgos, un grupo de científicos ha manifestado su preocupación en torno a la amenaza que representan muchos de los microorganismos “antiguos”, que pronto se liberarán de sus prisiones de hielo. Otros insisten en que el verdadero peligro es que muchos de estos microbios portan genes de resistencia a antibióticos de uso común, aun cuando se encuentran en lugares prístinos que no han sido intervenidos por el ser humano. Hablamos de lejanos parajes en la Antártida, o de remotos glaciares andinos en los que, junto con mi grupo, hemos descubierto este tipo de bacterias.
Se trata de mecanismos de resistencia que evolucionaron millones de años antes que se iniciara la llamada “era de los antibióticos modernos”, y que le permiten a las bacterias resistir a sus enemigos “naturales”: hongos filamentosos y otras bacterias. En ecosistemas naturales, la batalla por el dominio de los espacios y los escasos nutrientes se basa, muchas veces, en la producción y liberación de antibióticos de todo tipo, para desplazar y matar a los competidores. Los genes que les han permitido a estas bacterias sobrevivir en tales condiciones pueden ser transferidos a patógenos contemporáneos, dando origen a superbacterias resistentes a múltiples antibióticos.
Aunque muchos se muestran escépticos en relación con esta supuesta amenaza, algunos eventos recientes han enfatizado la magnitud del riesgo que enfrentamos. Hace cinco años, en la Península de Yamal, ubicada al norte de Rusia, una epidemia de ántrax mató a un niño y obligó a hospitalizar a cientos de pastores. La cepa que causó la epidemia era idéntica a bacterias aisladas a partir de renos que permanecieron congelados durante siglos, en el permafrost, hasta que éste se derritió.
Un Arca de Noé congelada
Afortunadamente, también hay buenas noticias. En efecto, muchos de los microorganismos que se encuentran conservados naturalmente en ambientes congelados pueden ser útiles. La biotecnología, por ejemplo, se ha beneficiado con estos “microbios que surgieron del frío”, a partir de los cuales se han desarrollado todo tipo de productos y procesos. La lista sería muy larga de enumerar.
En mi grupo, hemos demostrado la posibilidad de utilizar algunos de ellos para desarrollar biofertilizantes y bioplaguicidas, útiles para impulsar la agricultura en zonas montañosas y frías. Por eso, cuanto mejor conocemos a estos microbios, mayor número de aplicaciones descubrimos. Solo hace falta el entusiasmo, la ilusión y el tesón necesarios para desvelar las maravillas ocultas en los ambientes congelados del mundo entero.