Desde que se declaró la pandemia de la COVID-19, de forma generalizada y particularmente en España, nuestro modo de vida se ha transformado tremendamente. Muestra de ello es el aumento del teletrabajo (del 4,8 % en 2019 al 34 % de los ocupados en España durante el confinamiento por la pandemia).
El sector educativo se ha volcado, prácticamente al 100 %, en la no presencialidad y en los recursos telemáticos.
El comercio electrónico, por su parte, ha subido en España un 50 % respecto a las cifras anteriores a la pandemia.
En resumen, lo que se veía con recelo e incredulidad hace no tanto (teletrabajo, educación online, etc.) se ha visto precipitado por la pandemia. Esta situación da la imagen de encontrarnos ya en una sociedad digital y, por tanto, compuesta por ciudadanas y ciudadanos digitales.
El concepto de ciudadanía
Desde que T. H. Marshall publicara Ciudadanía y clase social en 1950, se han identificado sociológicamente tres dimensiones del concepto de ciudadanía:
La ciudadanía cívica. Incluye el derecho a la libertad individual, de culto a la propiedad privada, a la justicia,…
La ciudadanía social. Se refiere al derecho a un mínimo bienestar económico, seguridad, educación, etc.
La ciudadanía política. Incluye el derecho a participar en el ejercicio del poder, a elegir y ser elegido en un sistema de representación democrática.
Esta última es, precisamente, la que enfatiza la RAE en su definición de ciudadano/a: “Persona considerada como miembro activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometidos a sus leyes”.
Cada una de las tres dimensiones (ciudadanía cívica, social y política) abarca diferentes ámbitos de la vida del ser humano. Véase, además, que son definidas como “derecho a”. Eso significa que son exigibles y que alguien (las autoridades públicas) deberá responder en el caso de que dichos derechos no se proporcionen, al menos en unas mínimas condiciones, dentro de un sistema democrático.
La sociedad de mediados del siglo XX en la que Marshall definió este concepto tripartito de ciudadanía no se corresponde con la compleja sociedad tecnologizada en la que vivimos en 2020.
La emergencia de las tecnologías de la información y de la comunicación y su extensión a todos los órdenes de nuestra vida nos lleva a revisar el contenido de un concepto tan fundamental como es el de ciudadanía.
La introducción de Internet impregna desde hace más de 20 años las tres dimensiones citadas anteriormente. Hablaríamos ahora de una ciudadanía digital que añade a las dimensiones tradicionales de ciudadanía el componente del manejo tecnológico y las contextualiza en la sociedad digital actual.
¿Qué implica la ciudadanía digital?
La mayoría de las referencias a la ciudadanía digital consideran que hoy en día Internet es un bien global o bien común. De todas y de todos. Por tanto, definir la ciudadanía digital implica no dejar a nadie atrás. En definitiva, supone que la población sea capaz de ejercer los derechos anteriormente citados a través de nuevos canales caracterizados por la inmediatez y la acción telemática.
“La ciudadanía digital es la capacidad de participar en la sociedad en línea”.
Digital Citizenship. The Internet, Society, and Participation, Mossberger et al. (2007).
Pero no todas las personas pueden beneficiarse por igual del acceso y uso de estas nuevas herramientas. Esto es lo que se conoce como brecha digital, esa fractura que separa a quienes están digitalizados de los que no lo están.
Sabemos que la educación, la edad y los recursos económicos son algunos de los factores más importantes que influyen en la brecha digital y marcan los grados de digitalización de las personas.
Para observar la evolución de la brecha digital, habitualmente se recurre a las cifras de penetración de Internet en la población. Según datos de la agencia EUROSTAT, el 91 % de los hogares en España se conectaron a la Red en 2019. Es una cifra muy elevada, sobre todo teniendo en cuenta que en 2010 eran solamente el 58 % de los hogares. El incremento es casi del cien por ciento. Esto indica que una parte muy elevada de la población accede a Internet. ¿Eso quiere decir que son ciudadanos digitales?
¿Habilidades digitales generalizadas?
Hablar de una ciudadanía digital ya instaurada en la sociedad nos llevaría a pensar que la generalidad de las personas (al menos las que nos conectamos a Internet) nos movemos de forma cómoda y segura a través de la Red en distintos terrenos: laboral, educativo, de ocio, de relación con las autoridades públicas (e-gobierno), etc. Pero esto no es así.
El hecho de que la mayoría podamos acceder a la Red no significa que seamos hábiles en sus usos. Según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de 2019, solo el 39,8 % de los usuarios de Internet registrados en los tres meses previos al análisis mostraban habilidades avanzadas.
En este ámbito, la Unión Europea cuenta con el programa DigComp (Digital Competence Framework), que desde 2013 trata de expandir la digitalización entre la ciudadanía. Se centra en cinco grupos de competencias digitales:
Información y alfabetización digital.
Comunicación y colaboración a través de las tecnologías de la información y la comunicación.
Creación de contenidos digitales.
Seguridad.
Resolución de problemas.
El programa mide la adquisición de tareas complejas, la autonomía y, en el nivel más elevado, el dominio cognitivo de las tecnologías. A través de iniciativas de este tipo se intenta que la ciudadanía adquiera un nivel elevado de alfabetización digital para poder moverse con soltura, confianza y seguridad en el entorno digital presente y futuro.
Riesgos y beneficios de la ciudadanía digital
A la ciudadanía digital se le atribuyen habitualmente valores como la democracia, la seguridad, la transparencia, la ética, la legalidad y la inclusión. Esto se sustenta, entre otras razones, en el potencial que tiene Internet como beneficio para la sociedad de forma global.
Los riesgos de la ciudadanía digital, sin embargo, se centran fundamentalmente en aquellos colectivos que pueden quedarse fuera de la sociedad digital (excluidos digitales). Un ejemplo lo tenemos en la economía digital, que promueve pagos cashless (sin utilización de moneda). De no plantear este cambio adecuadamente, puede perjudicar a las clases más desfavorecidas.
Los riesgos tienen que ver también con la ciberseguridad y con la protección de datos, algo que en el marco europeo se considera muy sensible.
Más allá de las posibles desventajas, los beneficios parecen evidentes: más fácil acceso a los bienes y servicios y, en definitiva, mejoría de la calidad de vida y del bienestar dentro de la nueva sociedad digital.
En España, se está elaborando actualmente una Carta de Derechos Digitales encaminada a la protección de los colectivos más vulnerables, a los ciudadanos en general y a desarrollar los derechos digitales como la protección de datos, el ámbito laboral, la protección a menores, etc.
¿Y la ciudadanía digital del futuro?
Las transformaciones tecnológicas siguen un ritmo vertiginoso. En unos años veremos innovaciones en este campo que nos hubieran parecido impensables en otro tiempo.
Avances como la Internet de las cosas, la robotización y la inteligencia artificial volverán a exigir redefinir el concepto de ciudadanía digital. El centro no estará ya en si las personas son capaces o no de adquirir un manejo complejo de las herramientas tecnológicas; el debate apuntará hacia otros horizontes.
Es probable que el foco de atención se traslade de las competencias digitales de los humanos a su capacidad para entenderse con las máquinas, que serán las que se ocuparán de gran parte de las tareas. De cómo definamos esa relación (máquinas-humanos) va a depender nuestro futuro.