La ausencia, a día de hoy, de manifestaciones culturales en torno al papel de la mujer en las salinas demuestra la necesidad de reivindicar un universo simbólico propio, donde la salinera ocupa un lugar esencial en el imaginario colectivo.
Concretamente, en las salinas de La Malahá, en Granada, hallamos tradiciones y costumbres femeninas que nunca antes han sido registradas. La salina se revela, por lo tanto, como un territorio que da pie a un diálogo unificador entre naturaleza y cultura.
Este lugar muestra cómo ha evolucionado el papel de la mujer en el terreno de trabajo, así como su vínculo con el paisaje de la sal. Sin embargo, en la actualidad, debido al cambio climático y a otros factores, como el progreso tecnológico, estas salinas han perdido su esplendor, por lo que sería esencial recuperar parte de su patrimonio material e inmaterial.
Las salinas como paisaje cultural
Las humanidades ambientales abren paso a la consideración del paisaje cultural de La Malahá. Este campo permite encontrar, en la literatura y en las artes, el vínculo entre mujer y agua, dulce o salada.
El agua, en general, ha estado ligada al poder y a la riqueza de este lugar desde su pasado árabe. En el siglo XIX, sus baños de aguas medicinales también despertaron gran interés en el municipio. El balneario, recientemente rehabilitado, junto a la salina, ha forjado la identidad y prosperidad de este enclave. Después de su visita a La Malahá, así lo expresa Isabel García Lorca en Recuerdos míos (2002):
“El agua era increíble, de temperatura y transparencia, y de un color verde azulado, sólo comparable al de una piedra preciosa, por su nitidez y sus reflejos. Nunca he vuelto a sentir en el agua aquella sensación de delicadeza”.
Bien es sabido que ambos elementos, agua y sal, son los que mayor interés han suscitado en las fuentes escritas inspiradas en esta tierra salobre. También en obras artísticas, como la de Josefina Martín y su visión particular del paisaje de La Malahá en clave femenina, en 1970.
La sal: retrato de un oficio familiar
En las salinas malaheñas residía y trabajaba un administrador y su familia. Este se ocupaba de la mayor parte de tareas, con la ayuda de peinadores y almaceneros, mientras que las mujeres solían ocuparse del cuidado de las norias de sangre, de la ganadería y de otras tareas que no han llegado a trascender.
Desde el punto de vista sociocultural, a pesar de tratarse de un territorio cercado, estas salinas forman parte de un entorno etnográfico relativamente abierto a la vida de los habitantes, por lo que las vecinas de Las Trepas, barrio colindante, mantienen un fuerte vínculo con el agua y el paisaje de la sal.
A pesar de que las mujeres no participaban directamente en las sacas de sal, eran responsables de un paisaje cuya identidad femenina se ha tejido a lo largo de la historia. En ocasiones concretas, ellas también ayudaban a retirar la nata o rosa de sal, las primeras capas cristalizadas que se forman en la superficie de la salina y que se recogen cuidadosamente, de forma manual.
Jardines de sal y ecos literarios
Entre los testimonios recogidos, hemos de destacar las diferentes labores y actividades de ocio que las salineras y malaheñas desarrollaron de una generación a otra. Precisamente, estas tradiciones se encuentran relacionadas con la salina como punto neurálgico, un lugar de trabajo y también de recreo.
Asimismo, las mujeres de sal, hijas y nietas del administrador Francisco Moreno Peregrina, cuentan que durante la niñez y adolescencia jugaban en las pilas de sal del almacén. También en las pozas se hacían juegos relacionados con la entomología, dada la importante biodiversidad que alberga la salina.
Ya en la década de 1950, tenían la costumbre de cristalizar ramos de una flor silvestre que crece en este terreno: Limonium subglabrum, comúnmente llamada saladilla de La Malá. Esta especie se encuentra a día de hoy amenazada, según el Libro Rojo de la flora silvestre amenazada en Andalucía, a causa de su proximidad a áreas cada vez más antropizadas. Ana y Carmen Moreno, hermanas que nacieron en la salina hacia el año 1930, explican en qué consistía esta tradición:
“Fuera de las horas de trabajo, nos gustaba estar en la salina. Cogíamos unas flores silvestres de color lila, hacíamos ramos y los metíamos en las pozas. Poníamos una piedra encima durante diez o quince días. Cuando sacábamos del agua los ramos, veíamos cómo de los tallos nacían flores nuevas, más pequeñas y blancas. Parecían de cristal. Eran nuestros ramos de flores de sal”.
En este sentido, la salina dejaría de concebirse como una mina de explotación y adquiriría, a nuestros ojos, una dimensión artesanal, social y agraria. Además, esta costumbre refuerza la idea de un jardín salado, en el que mujer y naturaleza constituyen una aleación, y donde se encontrarían paralelismos con las flores descritas en los poemas andalusíes. Tanto es así que el poeta al-Malláhí, nacido en La Malahá en 1154, y autor de un conjunto de obras que reflejan una amplia relación de intereses científicos, ya aludió esta temática en una de sus obras, Destellos de las luces y perfumes de las flores (Fada’il al-Qur’ān), pero desgraciadamente no se ha podido conservar.
En conclusión, no podemos hablar del paisaje y de la literatura de La Malahá sin pensar en los ramos de flores que las salineras cristalizaban en la salmuera de las albercas, entre otras tradiciones que aún estarían por ser rescatadas del olvido.
Este texto es una adaptación del artículo de la autora, publicado originalmente en _Imago crítica. Revista de Antropología y Estudios Culturales, nº 8, 2021._