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¿Por qué existe el dolor crónico?

Probablemente conozca a alguien que lidia diariamente con un dolor crónico. Este es, según la Asociación para el Estudio del Dolor, “una experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada con daño tisular real o percibido”. El dolor se asocia con emociones negativas, como por ejemplo un estado de ánimo bajo. Es más: cuando se cronifica, puede llegar a ser incapacitante a nivel físico y emocional. ¿Qué hay detrás de estos casos? ¿Es el dolor un proceso más complejo de lo que aparenta?

Nuestra visión del dolor ha evolucionado a lo largo de los años. Hoy sabemos que se percibe gracias a la detección de estímulos que podrían resultar dañinos por parte de unas células especializadas llamadas nociceptores. Estas neuronas contactan con otras y transmiten la información del estímulo a la médula espinal y de ahí hasta la corteza cerebral y otras estructuras del encéfalo.

Es en el cerebro donde se configura la percepción dolorosa que experimentamos cuando, por ejemplo, nos pinchamos el dedo o sufrimos de indigestión. En ese momento, nuestro cerebro, principalmente a través de un sistema neuroquímico conocido como opioide endógeno, inicia mecanismos de analgesia para inhibir la conducción del estímulo doloroso.

La búsqueda de recursos para mitigar el dolor se remonta a la prehistoria, cuando el ser humano comenzó a recoger opio, que imita los mecanismos de analgesia de nuestro cerebro al ser capaz de interactuar con el sistema opioide.

¿Para qué sirve el dolor?

En condiciones normales la percepción del dolor es enormemente útil. Nos permite identificar estímulos potencialmente lesivos, nos pone en estado de alerta y moldea nuestro comportamiento para evitar estas amenazas. A lo largo de la historia, aquellos organismos que percibían más eficientemente dichos peligros reaccionaban, sobrevivían y transmitían sus genes mejor. Por tanto, la percepción del dolor sí supone una ventaja evolutiva.

Pero ¿y si el dolor persiste, incluso cuando el daño ha acabado? En este caso, deja de ser un síntoma que nos ayuda a sobrevivir. La desregulación de su percepción puede convertirlo en dolor crónico, que representa una situación de estrés para el cerebro. Un ejemplo es el dolor por sensibilización central, que se caracteriza por su dificultad de tratamiento y un mayor riesgo de desarrollar trastornos asociados.

La cara oculta del dolor crónico

En países desarrollados hasta una de cada tres personas sufre dolor crónico, y el 50 % de ellas declara que este interfiere en su vida diaria. Asociados a esta circunstancia, es frecuente hallar problemas de sueño, adicción a medicamentos (los opioides, por ejemplo) y a otras drogas (como el alcohol). La ansiedad afecta a entre el 2 y el 18 % de la población general, mientras que, en las personas con dolor crónico, la cifra aumenta a entre el 6 y el 40 %.

Estudios con ratones realizados por nuestro grupo de investigación han permitido comprobar cómo aparecen conductas de tipo ansioso y falta de motivación para obtener recompensas a raíz de la experiencia de dolor de tipo inflamatorio. Las hembras, por cierto, son más proclives a desarrollarlas.

La base de estos cambios en respuesta al dolor radica en cambios neurobiológicos en el sistema mesocorticolímbico, una serie de áreas del cerebro relacionadas con la motivación y los estados emotivos. De entre estas, destacan el área ventral tegmental y el núcleo accumbens, cuya conexión, consistente en un impulso nervioso que resulta en la liberación de una molécula llamada dopamina, es clave para regular correctamente el sistema y mantener sus funciones de recompensa y motivación.

Simplificando: una liberación suficiente de dopamina en el núcleo accumbens resulta en la motivación que permite reforzar las conductas que son beneficiosas para nuestra supervivencia.

Pero ¿qué tiene que ver esto con el dolor crónico y sus comorbilidades? Mucho, y nuestro grupo se centra en comprender este vínculo a nivel celular y molecular.

Es importante recordar que el dolor crónico representa un estrés para el sistema nervioso que causa alteraciones en las conexiones entre neuronas. Las células del sistema mesocorticolímbico no son una excepción: los niveles de dopamina son menores en personas con dolor crónico, lo que conduce a estados de ánimo más bajos. Además, alteraciones en la amígdala, área relacionada con el estrés y la ansiedad, afectan también a los niveles de dopamina en el núcleo accumbens.

Bajo estas circunstancias, es frecuente que aparezcan trastornos psiquiátricos como la depresión o la ansiedad, y también crece el riesgo de recurrir a drogas, como el alcohol o los opiáceos, como “autotratamiento” para liberar más dopamina y recuperar los niveles reducidos por el dolor.

Pese a las dificultades que puede suponer vivir con dolor crónico, existen en la actualidad opciones para mejorar la calidad de vida de las personas que lo sufren y reducir la probabilidad de desarrollar estas comorbilidades. Algunos de estos tratamientos incluyen el mindfulness y entrenamientos de atención y memoria.

Aun así, queda mucho por conocer acerca del dolor crónico y de la forma en que se relaciona con las comorbilidades a través de adaptaciones a nivel cerebral, por lo que la investigación biomédica sobre el tema continúa siendo crucial.

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