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Un niño tumbado en el suelo desesperado mientras hace deberes de matemáticas.

Por qué los problemas de matemáticas son un rollo (y cómo evitarlo)

¿Cuál es la primera palabra que nos viene a la mente si oímos decir “matemáticas”? Es muy probable que surjan términos como números, operaciones, cálculo o álgebra; pero si un término suele estar en el imaginario de la ciudadanía en relación con las matemáticas ese es el de “problema”.

Esta íntima conexión entre matemáticas y problemas encuentra su razón de ser en la propia esencia de la educación matemática. No en vano, aprendemos matemáticas en la escuela para resolver problemas fuera de ella. Aunque esta no es la única puerta que nos abren las matemáticas: nos ayudan también a comunicarnos, a razonar críticamente, a crear y, en definitiva, a relacionarnos con el mundo que nos rodea. Es a lo que se refiere la nueva ley educativa española cuando habla de “sentido matemático”.

Los problemas en la enseñanza de las matemáticas

Siendo esto así, en el debate abierto sobre el equilibrio curricular entre enseñar matemáticas para resolver problemas, enseñar matemáticas a través de la resolución de problemas e, incluso, enseñar a resolver problemas, tradicionalmente ha quedado desnivelada la balanza hacia la primera opción.

Este desequilibrio no habría tenido efectos tan desastrosos si los problemas objetivo hubiesen sido al menos percibidos por sus pobres resolutores como propios. Eso es precisamente un “problema”: una situación conflictiva que se le presenta a una persona (o grupo) en un determinado entorno o contexto, que desea o necesita ser superada por esta y para la cual no conoce a priori ningún procedimiento directo de resolución. Situación en la que se hace necesario realizar un análisis reflexivo de la misma, la puesta en marcha de una o varias estrategias, la toma de decisiones y la evaluación de procesos y resultados, entre otras acciones.

En particular, nuestros libros de texto, algunos de los cuales incluso conservamos con cierta nostalgia, y nuestras experiencias escolares deberían presentar un panorama rico en problemas matemáticos. Pero la realidad sigue siendo que muchos de ellos no son sino simples ejercicios con aire esnob y arrogancia de cierta dificultad.

Problemas irreales y poco interesantes

Sirva como ejemplo este “problema” tomado de un libro de matemáticas de 1º ESO:

“Una comunidad de vecinos quiere pintar una de las fachadas de su edificio. Esta tiene forma de trapecio rectángulo cuyos lados paralelos miden 110m y 105m. Sabiendo que tienen que pintar 4 300m 2 de pared, ¿cuánto miden los otros dos lados de la fachada?”

Tengo una reunión de vecinos en unos minutos, y me siento tentado de llevar este problema a ver qué opina mi comunidad.

Para que un problema lo sea y conecte con la realidad no basta con enmarcarlo en una historia cotidiana, sino que el problema en sí debe ser susceptible de surgir en dicho entorno, amén de ser interesante para el resolutor. Además, debe alejarse de lo procedimental y requerir razonamiento, pensamiento estratégico, incertidumbre…

En este caso no se requiere más que un simple ejercicio de manejo de dos fórmulas o relaciones básicas y habilidad “despejando” la incógnita correspondiente en cada caso. Además, la distribución de datos conocidos y desconocidos es carente de sentido si pensamos en lo que podría ocurrir en una situación real en una comunidad cualquiera.

Las matemáticas como problema

Y es aquí donde, hablando de problemas, nos damos cuenta de que en matemáticas tenemos un problema por encima del resto y es que, como apunta la OCDE, responsable última del informe PISA:

“Demasiados estudiantes en todo el mundo están atrapados en un círculo vicioso de pobre rendimiento y desmotivación que sólo conduce a resultados aún peores y la desvinculación de la escuela”.

Este problema, de hecho, se materializa en forma de brecha entre las matemáticas escolares y el mundo personal del alumnado. Una brecha que surge en edades muy tempranas (a partir de los 8–9 años) y que acaba desembocando en problemas de autoestima, actitudes negativas hacia las matemáticas o ansiedad matemática, incluso en el propio profesorado, y divide el mundo en “gente de letras” y “gente de ciencias”, una división tan irreal y artificial como perniciosa.

Conexión con la realidad

Una de las causas que suelen aparecer en el sentimiento colectivo de quienes han roto con las matemáticas es la aparente falta de conexión de esta ciencia con la realidad. Hasta el punto de los estudiantes españoles de 4º de primaria participantes en el estudio TIMSS 2019 presentaban ya a esa edad tan temprana un índice de gusto o agrado por aprender matemáticas similar (o tan bajo como) al del promedio de la OCDE y de la propia Unión Europea, pero por debajo de países como, por ejemplo, Portugal o Italia, por mencionar dos realidades aparentemente cercanas a la española.

Cuadro con los porcentajes de alumnos a los que más les gustan las matemáticas en diferentes países del mundo. España se sitúa en el puesto 36 (con puntuación media de 9,7); Portugal en el 18 (10,3) e Italia en el 25 (10).
Lista de países según el grado de gusto por las matemáticas, de más a menos, entre estudiantes de 4º de primaria. Estudio Timms 2019. Bos

Y no les falta razón si observamos muchos de los problemas matemáticos que siguen protagonizando la actividad matemática de nuestras aulas, así como la intención con la que son propuestos.

Veamos un ejemplo que he utilizado en varios experimentos didácticos tras adaptarlo ligeramente a partir de su enunciado original tomado de un libro de texto. El problema dice lo siguiente:

“Mi vecina tiene un jardín precioso, pero unos ratoncillos de campo estaban estropeando sus flores. Los observó durante días hasta estar segura de que había exactamente 21 ratoncillos y decidió comprar un gato cazador muy hábil. ¡Y tanto que lo era! A los 7 días ya había dado caza a todos. Como sabe que me gustan los acertijos, me ha preguntado lo siguiente: ¿cuántos ratones cazó mi gato cada día? Yo ya sé la respuesta, ¿y tú? Por cierto, mi vecina también me contó que los ratones, tras ser atrapados, fueron liberados en el bosque”.

(La última frase la incluí porque al plantearlo en los cursos más bajos era necesario ofrecer un final feliz por demanda popular).

El problema original, con un enunciado mucho más sobrio en el libro del que lo tomé, buscaba una simple división para concluir que el gato cazó 3 ratones diarios, como si el gato llevase una contabilidad diaria o trabajase por objetivos a sueldo.

El caso es que al plantear el problema en cursos de 2º (7–8 años) a 4º (9–10 años) de primaria, fueron los primeros cursos lo que realmente vieron esta cuestión como un problema y ofrecieron soluciones mucho más realistas, creativas y procedentes de procesos de razonamiento y modelización informal. Algunos ciertamente sorprendentes, y que generaron, además, debates muy interesantes entre quienes ofrecían diferentes soluciones.

Así, parte del alumnado señalaba que los primeros días cazaba muchos porque eran más y, por tanto, más fáciles de cazar, mientras que los últimos ratones le llevaron al gato varios días, haciendo, eso sí, que el último de los 21 ratones fuese atrapado el séptimo día, esto es, ofreciendo en el fondo descomposiciones del 21 en 7 sumandos, mayores o iguales a 0 y con el último sumando igual o mayor que 1.

A su vez, razonaban su respuesta en función no solo de la facilidad de atrapar ratones según su número, sino también atendiendo a cuestiones no matemáticas como el aprendizaje de los ratones, el cansancio o hartazgo del gato, etc.

El alumnado de los cursos más altos, sin embargo, se limitó a realizar la operación 21/7 sin más consideración.

¿Hay una muestra más sencilla y clara de que estamos perdiendo el norte de la educación matemática?

Desafíos y motivación

Para el alumnado más joven, el problema de los ratones era un desafío, era accesible a su conocimiento de partida, era interesante en sí mismo y resultaba motivante, esto es, era un buen problema.

Para su profesorado, el problema ofrecía oportunidades para pensar, razonar, argumentar, modelizar de forma básica, dar sentido a la solución, buscar estrategias y, en definitiva, para hacer matemáticas.

Dicho esto, insistiendo en que tenemos un problema con los problemas y aprovechando la coyuntura, ¿quién le pone el cascabel al gato?

Transformar los ejercicios en problemas

Sea quien sea quien acepte el reto, y anticipando que no hay recetas mágicas ni atajos para ello, sí hay recomendaciones o consejos que pueden ayudar a cambiar esta inercia:

  1. Una forma de conectar las matemáticas del aula con la resolución de problemas en la vida cotidiana es permitir al alumnado trasladar sus propios problemas y experiencias al aula, y mostrar cómo las matemáticas pueden ser una herramienta valiosa para su resolución.

  2. Seleccionar a priori problemas que sabemos que despiertan tradicionalmente el interés del alumnado y cuya resolución lleve aparejado un rico potencial de aprendizaje matemático. Un ejemplo paradigmático de esta opción que me ha dado mucho juego en mis aulas es el conocido como El caso del mal examen o de las malas notas, formulado por Abraham Arcadi. ¿Hay algo que preocupe más a nuestro alumnado que las calificaciones finales?

  3. Alternemos, de vez en cuando al menos, de la resolución al planteamiento de problemas: puede ser tan sencillo como facilitar una serie de “piezas” matemáticas (una función, una serie de datos, una operación) y pedir al alumnado que invente o genere un problema que dé sentido a las mismas. Esto es algo que en niveles muy básicos de iniciación al cálculo plantean los algoritmos abiertos basados en números como el caso del ABN en España.

Tomar conciencia de la realidad

Finalmente, pero no menos importante, las matemáticas y los problemas matemáticos pueden ayudarnos a tomar conciencia de nuestra realidad, de nuestros retos como sociedad y de nuestro compromiso colectivo, lo que dota también de utilidad a las mismas, así como de deseo de afrontar el problema para resolver una necesidad social real.

Un ejemplo sencillo que ilustra esto último es el siguiente, que he visto en diferentes formatos y contextos y que recientemente vi en una propuesta de la Consejería de Educación de la Junta de Extremadura previa adaptación, a su vez, de un problema de una prueba diagnóstica llevada a cabo en Andalucía:

“¿Sabías que si el mundo fuera un pueblecito de tu localidad con 1 000 habitantes, 60 personas poseerían la mitad de los recursos, 500 pasarían hambre, 600 vivirían por debajo del umbral de la pobreza y 200 serían analfabetas? Si este pueblecito fuera el nuestro, querrías que cambiase, ¿verdad? Pues, de hecho, lo es, pues nuestro planeta es nuestro pueblecito en común. Dicho esto,

a) ¿Qué parte (fracción) de personas pasa hambre en el mundo?

b) ¿Qué parte (fracción) no sabe leer ni escribir?

c) ¿Qué parte (fracción) posee la mitad de los recursos?

d) ¿Cómo sería el mundo si se redujese a tu clase, a tu vecindario o a tu familia? ¿Cuántos serían pobres, analfabetos o pasarían hambre? (esto último lo he añadido yo)

Y ahora, ¿afrontamos el auténtico problema, o seguimos como siempre?

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