Cada año, miles de jóvenes de 4º de la ESO y con ellos sus familias, se enfrentan a una gran disyuntiva: elegir entre las 26 especialidades de formación profesional, entre ciencias o letras pensando en el bachillerato y una carrera universitaria o… ponerse a trabajar. Sabiendo, además, que los indicadores de la OCDE muestran que la tasa de paro y la precariedad disminuyen y mejora el nivel salarial conforme aumenta el nivel de formación.
“¿Qué hago?” es una pregunta que no solo afecta a los adolescentes, sino que lleva a muchos padres y madres a plantearse cosas que, quizá, no habían considerado antes.
Sin embargo, lejos de ser solo una cuestión sobre el futuro laboral, la elección hunde sus raíces en un componente social: el prestigio. Porque la historia de la educación es la historia de las desigualdades sociales.
El prestigio del estudio
La idea clásica de sjolé (gr.), que deriva en schola (lat.) y escuela, nace de aquel intelectualismo socrático que identificaba conocimiento y virtud. Era un planteamiento clasista, porque solo aquellos que disfrutaban de ciertas comodidades podían dedicar su tiempo al conocimiento. La secuencia acomodado, tiempo libre, estudio, conocimiento y virtud creaba la contraria, pobre, horario laboral, trabajo, inculto y vicio. La educación distinguía al que la tenía y, por eso, ha sido históricamente la vía principal para la movilidad social en sociedades clasistas.
Hasta el siglo XIX, en España la educación estuvo en manos de la iglesia católica y la tasa de analfabetismo era de las mayores de Europa. La Ley Moyano (1857) fue la primera ley educativa integral y tuvo una vigencia de 113 años. Aquella ley ofreció un marco estable, legisló la obligatoriedad de la enseñanza hasta los nueve años y puso la primera enseñanza en manos de los ayuntamientos.
Batalla ideológica
Existe un consenso internacional en que la educación es el arma principal para combatir las desigualdades e injusticias sociales. Mas Spain is different. La Ley Moyano trajo un cambio radical de filosofía, pero también evidenció que la educación en España, lejos de ser el camino para la modernización del país, sería, sobre todo, un gran campo de batalla ideológico.
Baste recordar la ira desatada contra la Institución Libre de Enseñanza o las ocho leyes educativas aprobadas en los últimos 40 años. Una dinámica que difiere de la de otros países europeos.
El franquismo y la FP
La España de la Posguerra necesitaba mano de obra formada. La Ley de Formación Profesional Industrial (1955) concretó la finalidad de la FP: ofrecer la adecuada preparación del trabajador cualificado. La España de los 25 años de Paz demandaba un cambio del sistema educativo. La Ley General de Educación de Villar Palasí (1970) extendió la obligatoriedad hasta los 14 años e institucionalizó un doble currículo social. El graduado escolar habilitaba para estudiar bachillerato y acceder a una universidad cuya función era formar a las élites. El certificado de escolaridad solo daba acceso a una formación profesional dirigida a la cualificación laboral de aquellos a los que “no gusta estudiar”.
El imaginario social, avivado por los medios de comunicación y la filmografía de una España desarrollista que demandaba universitarios (Los chicos del Preu, 1967), vio en la educación la única manera honrada de ascender en la escala social.
Qué papel juega hoy el prestigio
El clasismo y la larga sombra del nacional–catolicismo aún permean las sucesivas leyes educativas. El conjunto del aparato ideológico –incluyendo el Concordato de la Santa Sede y sus conciertos educativos– piensan la educación no como la vía que es para el desarrollo socio–económico del país y de la formación de una ciudadanía crítica, sino como el fulcro donde apoyar ideológicamente el orden socioeconómico.
Por esto, el prestigio estructura un sistema educativo que cualifica profesionalmente y estratifica socialmente en función de los títulos que concede: oficialía o maestría, graduado escolar o certificado de escolaridad, peritos o ingenieros, técnicos o superiores, aparejadores o arquitectos, diplomatura o licenciaturas, FP medio o superior, etc.
En ese imaginario social se enmarcaron los esfuerzos por lograr el reconocimiento universitario de algunas profesiones. Por ejemplo, el Ayudante Técnico Sanitario (ATS) pasó a Diplomado Universitario en Enfermería (DUE) en 1977; la educación física del INEF se incorporó a la universidad en 1992; las escuelas de turismo en 1996, etcétera.
Prestigio y estratificación
Aunque de nada de lo anterior se habla apenas, sí es una pervivencia que habita la memoria social. Desde Max Weber sabemos que el prestigio es una dimensión fundamental de la estratificación social. También Pierre Bourdieu mostró que la diferenciación social en las sociedades complejas es una combinación de los capitales económico, social y cultural.
La historia de la formación profesional en España muestra que la creencia en que la FP es para los menos capacitados o estudiosos siempre ha estado presente. Aunque es cierto que se ha avanzado mucho para eliminar este estigma, mejorar el prestigio es uno de los grandes retos que enfrenta la FP en España.
Revalorización social de la FP
Entre los factores que están coadyuvando a esta revalorización de la FP señalaré solo dos.
Por un lado, los datos estadísticos son contundentes y confirman que la FP es la mejor opción para acceder pronto al mercado laboral, porque ofrece una enseñanza más práctica y también da acceso a la universidad.
Por otro, la universidad ha visto mermado el prestigio que antaño distinguió su función.
Las razones son muchas, pero solo mencionaré algunas.
La disminución de los requisitos académicos para acceder a la universidad ha llevado a crear cursos cero (i.e. UC3M, UA, UNED, UGR, etcétera) para suplir las carencias.
La escandalosa obtención de títulos académicos por parte de renombrados políticos, el plagio de sus autoridades académicas, o la corrupción en los sistemas de admisión desprestigia a la universidad tanto como la venta de indulgencias al papado del XVI.
La proliferación entre las universidades privadas de algunas que, explotadas mercantilmente por entidades sin tradición académica, presentan un muy discreto nivel investigador (Informe U-Ranking 2020:61), que contrarrestan comercializando su oferta de capital social (Herrera Cuesta, 2019:108).
La extensión de los entornos de autoaprendizaje y la irrupción de multinacionales (i.e. Google) que ofrecen sus propios títulos debilitan el monopolio universitario del capital simbólico y la fortaleza de la libertad de cátedra.
La alta tasa de subempleo entre algunos egresados universitarios deprecia el capital cultural que otorgaba la universidad y desvela, para estos egresados, las incongruencias de la meritocracia como mito.
Disyuntiva falsa
Aunque el nivel educativo sigue siendo determinante, algunos estudios detectan una menor confianza en los títulos universitarios (capital cultural) y apuntan al gran papel que desempeña el capital social en el acceso al mercado laboral en España.
La probabilidad de que nuestros hijos logren una mejor vida profesional no depende ya de elegir entre FP o bachillerato, o entre ciencias o letras, porque la empleabilidad depende mucho del sector. En una sociedad tan cambiante y de mercado laboral tan fluido, nadie sabe qué profesiones serán las más demandadas. La disyuntiva es pues falsa.
La elección debe buscar una sólida formación y tender al equilibrio entre lo que gusta y lo que, quizá, dé trabajo en el medio plazo. Entre pensar la educación como instrumento de formación laboral y como medio de desarrollo personal. Entre sentir la razón y pensar el corazón.