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Bibliotecarios de la BNE en 1932. Fotografía de Miguel Cortés Faure. BNE -Biblioteca Digital Hispánica, CC BY-NC-ND

Qué leer: la compleja tarea de los mediadores públicos para recomendar lecturas

Tan importante como leer –y más difícil– es elegir qué leer. Hay que tener bagaje y recursos para hacerlo bien. ¿Cómo se forma un criterio para elegir? ¿Qué recursos ayudan a formarlo?

Consideramos que la capacidad para construir un universo lector diverso y propio tiene que ver con un capital informativo y relacional; un capital que se crea porque leer es una actividad socializada y el lector está expuesto a estímulos que amplían su posibilidad de lecturas significativas.

La creación de este capital es una actividad social, y precisa de ciertos agentes sociales. No se consigue con el mero acceso a los libros, sino con la construcción de espacios significativos para leer. Al recomendar qué leer se está transfiriendo capital social y se está contribuyendo a socializar la lectura. ¿Qué pueden aportar las bibliotecas en este contexto?

¿Somos esclavos de los algoritmos?

Se ha extendido la idea, que no sabemos si es una realidad o un lugar común, de que los algoritmos de recomendación como los de Amazon o Netflix lo pueden todo. Nos convierten en agradecidas marionetas dispuestas a comprar bagatelas, escuchar un nuevo hit o engancharnos a una serie.

La recomendación masiva y basada en datos, resultado del marketing de las grandes plataformas de consumo de contenido digital, puede provocar un efecto burbuja en lo que “consumimos” o leemos. Para contrarrestarla, tenemos nuestro propio capital cultural y la riqueza de los estímulos externos. Gracias a esos dos contrapesos, podemos descubrir y ampliar nuestro radar de consumo de medios, y nuestro criterio y nuestro recorrido pueden evolucionar.

Los tiempos de los libros

En la reciente jornada “Leyendo la lectura”, se señaló que la lectura como práctica se mueve a un ritmo lento, que no se ajusta igual de bien a la recomendación automática que los snacks de consumo audiovisual o musical en los que podemos darle al play y dejarnos llevar, y en los que el tiempo de la obra es estable y el mismo que el necesario para su consumo.

Escuchar una canción lleva 3 minutos, enchufarse una miniserie 8 horas, pero leer –por ejemplo la novela Qué fue de los Mulvaney de Joyce Carol Oates– abre un interrogante de tiempo y atención indeterminado.

Separar la lectura del consumo

Los estudios sobre lectura en España se confunden con los estudios sobre compra de libros y responden a la necesidad de la industria editorial como proveedora de libros.

Apenas apuntan a un elemento esencial en la construcción de los itinerarios de lectura personales: ¿de dónde vienen nuestras próximas lecturas? Más allá de la respuesta algo amplia “de internet”, o “de los amigos”. Señalaba Gemma Lluch que todos estamos leyendo lo mismo, aplastados por una poderosa red de lanzamientos editoriales globales, homogéneos y previsibles, dentro de una burbuja que se traslada a librerías, expositores, redes, plataformas y ¿bibliotecas?

La biblioteca como mediadora

Creemos que la función de mediación pública en la lectura va más allá de convertir las bibliotecas en un escaparate de distribución de novedades editoriales de acceso gratuito, en papel o digital. Hemos oído a menudo lemas ingenuos sobre el préstamo de dispositivos de lectura en los que caben más de mil libros, eludiendo la pregunta clave: ¿cómo encontramos algo que leer que nos aporte sentido o una experiencia singular?

Las campañas y actividades de promoción de la lectura nos parecen buenas, pero no suficientes. Como señala Joaquín Rodríguez en La furia de la lectura, la lectura “es necesaria para el desarrollo de diversas facultades intelectuales, pero radicalmente insuficiente para determinar de qué manera se utilizan esas facultades”. A juicio de este experto, no basta con “promocionar” sino que debemos intentar intervenir con prácticas más significativas, desde “la reflexión, la revalorización, la transformación y la construcción de nuevos sentidos, idearios y prácticas lectoras”.

Los sistemas públicos pueden crear contextos en los que la lectura tenga valor para hacernos una vida mejor, para enriquecer nuestra experiencia vital. Y uno de los frentes de guerrilla en los que se está produciendo esta transferencia de recursos a través de la socialización de la lectura es el de los centenares de clubes de lectura en los que –sin hacer ruido, a mano y sin permiso– miles de personas de todas las edades se reúnen para leer juntos, recomendarse, devanar la madeja de los relatos y trazar una ruta de lectura autónoma.

El capital cultural tras la escuela

Tras salir de la escuela como primer lugar de redistribución de capital social y equilibrio de oportunidades, la mediación pública pasa a las redes de bibliotecas y a muchísimos centros cívicos y culturales. Son espacios sin tique de compra, suministradores de libros, y sobre todo lugares donde buscar y encontrar qué leer y razones para leer.

Junto a los clubes de lectura, estos lugares ofrecen la reseña literaria sin complejos y la recomendación mutua.

Y por supuesto es fundamental también la conversación lectora en la red, no en Amazon, sino en la red a través de mil maneras diferentes: recomendar lecturas o escribir sobre libros ya no es sólo asunto de elegantes revistas de reseñas literarias o de suplementos culturales de los medios generalistas.

Tras un periodo en que los críticos amateurs, los booktubers o las comunidades de fans abrieron un nicho en el mercado de las reseñas, muchas de esas iniciativas silvestres han sido absorbidas por la industria, profesionalizadas e integradas en la cadena de promoción, conservando aún el aura de autenticidad, participación y diversidad.

Pero ¿no es responsabilidad también de quienes enseñan, de quienes son mediadores, de quienes trabajan en bibliotecas y no están vinculados a intereses comerciales crear un espacio de opinión y recomendación que compense la tendencia de las fuerzas del mercado? Ellos pueden actuar, hasta cierto punto, como críticos literarios, recomendadores de lecturas, dinamizadores de un debate público basado en discursos elaborados y aportar contenido a la red.

La formación del bibiotecario

Para hacerlo, debemos formarnos. Porque escribir reseñas y hablar de libros es mucho más que contar el entusiasmo por algo o afirmar que “me ha gustado mucho”. Siendo inevitable la implicación personal, también hay que construir conversación alrededor de los libros que no se han leído, orientar en un bosque que tiene más árboles de los que podemos hacer leña.

La American Library Association mantiene una excelente colección de manuales para desarrollar el “Reader’s Advisory Service”, el servicio de recomendación lectora. Recomendar implica aprender a conocer la historia, las características de los géneros y formatos, aprender a elaborar reseñas y a ir más allá de la promoción de la lectura como un concurso de incrementar ventas y estadísticas.

Y otro papel de los mediadores es contribuir a que haya muchas más voces seleccionando aquello que merece la pena ser leído, que orienten dónde ponemos nuestra atención, y se corresponsabilicen en encontrar qué leer.

Comunidades lectoras y el ejemplo de Mandarache

El mejor ejemplo de cómo potenciar a las comunidades lectoras es el impresionante ejercicio de lectura participativa que desde hace años se viene haciendo mediante el Premio Mandarache de Cartagena.

Las comunidades lectoras son responsables del proceso de principio y final. Eligen y leen, descubriendo el placer de elegir, de opinar y de contagiar emociones o conocimiento. La fuerza del trabajo en las comunidades quizás no sea tan grande como la de los gigantes de la red, pero no es menor aunque aparente ser menos.

Las verdaderas redes sociales son aquellas en las que nos encontramos con personas de verdad, que nos exigen más de un like o una mención, y cuya conversación nos toca y compromete. Educación lectora, no solo aprender a leer.

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