Juego de Tronos popularizó el fenómeno de las luchas nobiliarias propias del último tramo de la Edad Media. Su autor se inspiró en el enfrentamiento entre las familias York y Lancaster (Stark/Lannister, en la popular saga), de la llamada Guerra de las Dos Rosas. Pero el fenómeno fue común en toda Europa, que conoció en el siglo XV un periodo de guerras civiles a pequeña y gran escala en diferentes territorios.
En el reino de Navarra, al norte de la Península Ibérica, esto se concretó en el enfrentamiento entre los bandos agramontés y beaumontés, que agrupaban a diferentes linajes, divididos en función de sus afinidades a diferentes candidatos al trono, y de sus amistades y enemistades dentro del sector nobiliario.
Los agramonteses se agruparon en torno a las familias Peralta y Navarra, y apoyaron desde 1450 al rey Juan II, viudo de la reina propietaria Blanca I (fallecida en 1441), cuyo linaje era castellano y aragonés, pero no navarro. Mientras tanto, los beaumonteses, agrupados en torno a la familia Beaumont, defendieron los derechos al trono del hijo de Juan II y Blanca I, Carlos, príncipe de Viana, verdadero heredero del linaje regio navarro.
Aportar algo diferente a la historia
Los historiadores, en la actualidad, nos enfrentamos a la necesidad de mejorar las interpretaciones sobre el pasado, pero partimos realmente de los mismos documentos escritos que ya utilizaron antes que nosotros otros historiadores de prestigio. Para aportar algo diferente sobre lo que ellos dedujeron y explicaron hoy contamos, primero, con nuevos enfoques teóricos y, en segundo lugar, con nuevas herramientas tecnológicas.
Los nuevos enfoques teóricos nos permiten hacer preguntas novedosas, con la pretensión de ir más allá de la simple (o no tan simple) reconstrucción cronológica de unos hechos. En el caso de los estudios sobre la guerra o la violencia en general, esto se traduce en que nos preguntemos por la responsabilidad de los hechos violentos: ¿Quién agitó la espada? ¿Quién recibió los golpes? ¿Cuál fue la intensidad de la violencia? ¿Podemos medirla?
En cuanto a las herramientas tecnológicas, estas nos permiten trabajar de forma automática con los documentos medievales. Para ello, debemos convertirlos en un texto digital (un archivo de Word o similar), bien tecleándolos a mano o bien leyéndolos en voz alta con un software de dictado.
Cuando contamos con un corpus importante de documentos transcritos (50, 100… o más), pasamos a tener en nuestro ordenador archivos que contienen miles de palabras que podemos codificar mediante un sencillo etiquetado. A partir de ahí, su exportación a un formato diferente (en forma de tabla, en Excel, por ejemplo), mediante un sencillo copiar y pegar, nos permite convertir el texto en una gran base de datos con miles y miles de palabras que, desde ese preciso momento, podríamos contabilizar para analizarlas estadísticamente.
La lucha en la Navarra del siglo XV
Si hemos etiquetado de manera correcta cada documento, indicando su fecha, su procedencia (lugar y bando nobiliario, por ejemplo), podremos preguntar a nuestra nueva base de datos sobre los diferentes hechos violentos. ¿Cuántas veces aparece la palabra muerte? ¿En qué periodo hubo más muertes? ¿Qué bando provocó más? ¿Cuántos hechos violentos documentamos?
Hasta el momento, este tipo de metodologías nos han permitido conocer mejor la evolución del conflicto civil navarro que tuvo lugar entre 1450 y 1522, como se verá en un trabajo de próxima publicación.
Hemos podido detectar un primer periodo que podemos definir como “guerra dinástica” (1350-1364), por el uso sistemático de la palabra obediencia (una obediencia dividida, hacia el Príncipe de Viana o hacia su padre, Juan II).
El segundo periodo puede considerarse una época de “lucha de bandos” (1464-1493), en el que detectamos el predominio de la palabra adherencia, o adhesión voluntaria a un bando o a otro.
Finalmente, hemos denominado al último periodo “guerra de Estado” (1494-1507), al recuperarse el concepto de obediencia, pero de una única obediencia (a los entonces ya únicos reyes posibles, Juan III y Catalina I), es decir, sin la aceptación de las dos posibles obediencias antagónicas del inicio.
Seguir el rastro de los adjetivos
Cuando tratamos de depurar responsabilidades de los hechos violentos, podemos contabilizar el número de veces que un personaje o un colectivo es nombrado junto a una queja, una acusación o junto a un adjetivo peyorativo (traidor, malvado, secuaz, malhechor…).
De igual modo, podremos ponderar los discursos pacifistas (existentes también en esta época), contabilizando el número de veces que la palabra paz aparece en nuestro corpus, para demostrar que toda esta violencia se realizó en contra de unos principios morales dominantes (tomados de la filosofía clásica y del pensamiento cristiano), que condenaban la crueldad de algunos hechos.
Entre estos se encuentra el asesinato del obispo Nicolás de Echávarri a manos de Pierres de Peralta, que causó escándalo en la época por ser la víctima un eclesiástico de alto rango, por un lado, y producirse en un periodo de tregua, por otro.
También tuvieron gran impacto los castigos especialmente crueles (cruel, crudelísimo), como los cometidos por el conde de Lerín en Mendavia al torturar a varios vecinos. En una comunicación fechada el 16 de diciembre de 1494, el sacerdote de Mendavia, Martín Miguel, solicitaba ayuda a los reyes de Navarra declarando que los detenidos acabaron “como aquellos que en vida están soterrados y viviendo mueren”.
Por medio de la edición digital de fuentes escritas y de su tratamiento con metodologías lexicométricas como las anteriormente mencionadas, podemos aportar demostraciones inequívocas sobre la extensión del uso de una palabra (o incluso de un campo semántico entero), a lo largo del tiempo y la extensión de un territorio. Esto se hace en función de los descriptores temporales y geográficos que definamos y de su representación gráfica o cartográfica.
Así que volvemos a nuestra pregunta inicial: ¿podemos medir el sufrimiento de nuestros antepasados medievales en la guerra civil entre agramonteses y beaumonteses? La respuesta honesta es reconocer que no, puesto que no contamos con la posibilidad de realizar mediciones o elaborar encuestas objetivas en el pasado. Sin embargo, hoy sí podemos medir o contabilizar con objetividad algo relativamente similar: el sufrimiento, subjetivo, del que nuestros antepasados dejaron testimonio en las fuentes escritas de aquella época.