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Durante seis días de mayo y junio de 2020 el Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz (Madrid) hizo test de seroprevalencia a más de 100.000 vecinos a través de una empresa privada. Shutterstock / FernandoV

Test, test y más test: ¿es esa la solución frente a la COVID-19?

“Tenemos un mensaje simple para todos los países: test, test, test”. La famosa frase fue pronunciada por Tedros Adhanom, el Director General de la OMS, el 16 de marzo, cuando apenas se contabilizaban 6 500 fallecidos por COVID-19 en el mundo. Hoy, acercándonos peligrosamente al millón de muertos, sabemos que ese mensaje no ha resultado ser tan “simple” como prometía Adhanom.

Los test son complejos

La complejidad del testado en la COVID-19 es obvia. Diversidad de pruebas, con distinta capacidad para contribuir a la correcta toma de decisiones, es decir, con rendimientos diagnósticos diferentes (incluso dentro de las mismas familias de test), con indicaciones diferentes e interpretaciones complejas que, en parte, dependen de las características y el historial de exposición del candidato. A lo que se suman las discrepancias sobre a quién y cuándo realizar cada una de las posibles pruebas.

Claro que la complejidad de las pruebas parece, a estas alturas de pandemia, un problema menor si tenemos en cuenta la confusión que generan las estrategias de testado que diferentes países (y en España, diferentes Comunidades) están empleando.

En España y fuera de España, son muchos los que disertan sobre pruebas sin ninguna base científica (y en la mayoría de los casos, sin saber qué dicen). Incluso postulan –o realizan en sus respectivos ámbitos– testados “masivos” con una u otra prueba, o reclaman pruebas “en origen” como la solución a todos nuestros males. Eso cuando no están queriendo levantar aislamientos porque un test ha resultado negativo.

Confusión. Y los medios de comunicación generales, al parecer incapaces de comprender que la utilidad de las pruebas diagnósticas depende de la prueba que se use, de en quién se use y de en qué momento se use, contribuyen notablemente al desconcierto.

Cómo interpretar las pruebas que detectan la presencia del virus

Básicamente tenemos dos tipos de pruebas. En primer lugar, las que detectan la presencia del virus (o alguno de sus componentes) en exudados nasofaríngeos, orofaríngeos o saliva, como la PCR o las pruebas de antígenos (aunque estás últimas no están aún disponibles en Europa, al menos con la suficiente validez diagnóstica para ser empleadas en la práctica clínica).

Un resultado positivo en estas pruebas (aun con muchos matices por la presencia de falsos negativos y de positivos por restos de virus sin capacidad infecciosa), puede interpretarse como que esa persona (sea sintomática, presintomática o asintomática) está contagiada en ese momento. Y, en ese momento, tiene capacidad de contagiar a otras personas. Debe ser aislada y sus contactos estrechos trazados y aislados.

Un resultado negativo es más difícil (mucho, mucho más difícil) de interpretar. La sensibilidad de la PCR se sitúa en torno al 70 % (da positivo en el 70 % de las personas que están infectadas en ese momento). Y esto supone que existirán falsos negativos, es decir, personas con COVID que dan resultados negativos en la PCR. Muchos más si la prueba se realiza antes de los 5 días desde el contagio, cuando el paciente aún está en fase de incubación.

En todo caso, este tipo de pruebas, y pese a sus muchas insuficiencias, son el instrumento esencial para el diagnóstico de la COVID-19, y para las decisiones de aislamiento.

Cómo interpretar las pruebas que detectan anticuerpos contra el virus

En segundo lugar, tenemos las pruebas que detectan los anticuerpos contra el SARS-CoV-2 que han generado las personas que están en un estadio avanzado de la enfermedad o que ya la han pasado. Las pruebas de anticuerpos utilizan muestras de sangre, no exudados o saliva. Y pueden realizarse en laboratorio (mediante las suficientemente sensibles y específicas técnicas de ELISA o de quimioluminiscencia) o mediante técnicas de flujo lateral.

Estas últimas son popularmente conocidas como pruebas rápidas (de forma confusa, ya que las pruebas de antígenos también son “rápidas”). Y resulta que su sensibilidad y especificidad, cuando se conoce (los fabricantes han intentado obstaculizar los estudios de validación independientes), es mucho menor. En una revisión sistemática ofrecieron una sensibilidad media del 66 %, aun muy variable para los diferentes kits comerciales y con estudios de validación en muchos casos deficientes.

Aunque depende de cada kit comercial, estas pruebas pueden detectar esencialmente dos tipos de anticuerpos: las IgM que comienzan a positivizarse alrededor del décimo día desde el contagio y desaparecen en torno a las 3-4 semanas; y las IgG, que se positivizan aún más tardíamente, pero se mantienen durante meses e indican infección pasada y, quizás, inmunidad. Lo de la inmunidad es aún una incógnita: no sabemos durante cuánto tiempo y se han descrito diversos casos de reinfección en personas con IgG circulantes.

Las pruebas de anticuerpos tienen valor en la realización de estudios serológicos y, en algunos casos, pueden ayudar a los clínicos a situar el momento de evolución en que está un paciente concreto. Pero no son útiles para el diagnóstico, para el cribado, para tomar decisiones de aislamiento o para decidir realizar una PCR en las personas con anticuerpos (aunque sean IgM).

Cómo interpretar los resultados (y cuándo aislar)

La sensibilidad (capacidad de identificar como positivas a las personas enfermas) y la especificidad (capacidad de identificar como negativas a las personas sanas) son características propias de cada prueba. Aunque pueden variar ostensiblemente incluso en la misma familia.

Para la PCR se considera una sensibilidad media del 70% y una especificidad del 95%. Pero –y esto es lo esencial en la valoración de las pruebas diagnósticas– la interpretación de un resultado depende de la probabilidad que tuviera el paciente de estar enfermo antes de realizarle la prueba, la prevalencia de la enfermedad en la población en la que estamos realizando las pruebas.

Supongamos un paciente con sintomatología de COVID-19 y una radiología pulmonar sugestiva. Su probabilidad de tener COVID-19 podría ser superior al 90% (de cada 100 pacientes como este 90 tendrán COVID y 10 no). Un test tipo PCR, el adecuado en este paciente, nos confirmará la presencia de enfermedad (el 99% de los positivos tendrán COVID-19). Pero 27 de los 90 enfermos tendrán un resultado negativo, como muestra la siguiente tabla.

Un test negativo no descarta la enfermedad (el 74% de los negativos tendrá COVID), por lo que todos los pacientes con sintomatología, con independencia del resultado del test, deben ser siempre aislados y sus contactos trazados y también aislados.

Supongamos ahora un contacto estrecho de ese paciente asintomático en el momento en que se le va a realizar una PCR. Su probabilidad de tener COVID-19 podría estar en torno al 33% (un tercio de los contactos estrechos desarrollarán la enfermedad). En estas circunstancias, una PCR positiva continuará confirmando la presencia de enfermedad (el 88% de los positivos tendrá COVID), pero el 14% de las personas con un test negativo también tendrá COVID (tabla 2).

Es una proporción lo suficientemente alta para aislar a todos los contactos, aunque sean asintomáticos y con independencia del resultado de la prueba (aun sabiendo que la mayoría de los negativos no desarrollarán la enfermedad). Esta es una de las estrategias esenciales para controlar la epidemia, y si fracasa la identificación de los contactos o su aislamiento, la transmisión continuará creciendo.

El cribado en la población general, ¿serviría de algo?

El cribado en población general (o en los llamados test “en origen”) es una situación muy diferente a las anteriores. Son personas sin síntomas y que no han tenido contactos estrechos con pacientes. Incluso en lugares con alta incidencia, como por ejemplo Madrid en este momento, apenas hay personas enfermas. En el caso de Madrid, unas 340 personas por cada 100 000 habitantes en una semana; por debajo del 0,35 %, aunque para evitar fracciones de persona asumiremos un 1 % de prevalencia.

En este caso, por cada 100 000 personas cribadas 5 600 darían resultado positivo a la prueba, pero solo 700 de ellas serían verdaderos positivos. Mientras que otras 4 900 (falsos positivos) serían aisladas sin tener la enfermedad.

Por otro lado, 300 enfermos (falsos negativos) no serían aislados (tabla 3). En este caso, lo que llamamos valor predictivo negativo es alto, ya que la gran mayoría (99,7 %) de las personas que resultasen negativa a la prueba no tendrían la enfermedad. Pero habrá personas con resultados falsos negativos que, teniendo la infección, creerán que no están contagiados y contribuirán a su transmisión.

Con la prevalencia actual en España, mucho menor del 1%, los resultados de las pruebas indiscriminadas (en poblaciones, en profesores, etc.) deben ser aún peores, generando enormes volúmenes de falsos positivos mientras escapan a la detección por pruebas una parte sustantiva de los pacientes contagiosos. Confusión otra vez.

En realidad, si la transmisión fuera lo suficiente alta para que tuviera sentido el cribado poblacional, deberíamos olvidarnos de las pruebas y pasar directamente al confinamiento general.

Por otra parte, cualquier cribado poblacional es una intervención de salud pública que requiere una planificación exhaustiva, con objetivos claros, con los recursos materiales y personales necesarios y con una evaluación previa que demuestre que sus resultados esperados en términos de salud y de control de la pandemia son suficientemente favorables para la inversión que se hace.

La frivolidad con la que unos y otros postulan intervenciones de este tipo demuestra una irresponsabilidad sólo explicable por la infrecuencia con la que se practica una verdadera rendición de cuentas en todos los ámbitos sociales.

La confusión sale cara

La confusión no es gratis. Genera malestar (pacientes irritados reclamando agriamente a sus médicos de familia la prueba inadecuada en el momento inadecuado), incertidumbre (colas de personas haciéndose una prueba cuyo resultado nadie podrá interpretar razonablemente), despilfarro (recursos que se emplean sin generar valor), baja calidad asistencial (retrasos en las pruebas que realmente son útiles), más contagios (falsos negativos que no se aíslan) y pérdidas económicas a las familias (falsos positivos que deben ser aislados).

El uso de pruebas diagnósticas ya es bastante complicado. Mejor no complicarlo más desde la ignorancia o el populismo.

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