La violencia contra las mujeres, en todos sus tipos, es un fenómeno devastador y generalizado que puede ser calificado de pandemia. En gran parte de las ocasiones, estas violencias sistémicas se dan en el seno de relaciones afectivas heterosexuales. Ante esto, surge en el ideario colectivo una pregunta: ¿por qué hay mujeres que permanecen en este tipo de vínculos abusivos? Los estudios muestran que hay motivos de toda índole que dificultan la salida de estas relaciones violentas.
Tradicionalmente, la violencia contra las mujeres en la pareja ha sido tratada como fenómeno privado, patrimonio único de la esfera familiar. No es hasta la década de 1970 en EE. UU. cuando el movimiento feminista de segunda ola comienza a exponer la violencia sistémica con la que las mujeres conviven en los ámbitos familiares, especialmente en el seno de la pareja heterosexual.
Así, se cuestiona el carácter privado atribuido socialmente a la violencia contra la mujer para pasar a tratar esta como un problema social y estructural en cuya erradicación ha de haber intervención institucional y voluntad política de cambio.
En el año 1979, la Convención de la ONU sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer establece el desarrollo de mecanismos para lograr la igualdad de género como una obligación para los estados firmantes.
En el año 1993, la Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer la define como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, (…) las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada”.
En Europa, el Convenio de Estambul nos da la misma definición de violencia contra las mujeres. En España, por su parte, la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de género la describe como aquella de cualquier tipo ejercida contra la mujer por parte de su compañero sentimental masculino, haya o no convivencia.
Los datos
En España, la incidencia social de la violencia contra las mujeres queda establecida en las Macroencuestas de violencia contra la Mujer de la Delegación del Gobierno contra la violencia de género. La última (2019) muestra que el 14,2 % de las mujeres residentes en España han sufrido violencia física y/o sexual por parte de una pareja. La violencia física se dio más de una vez en el 75 % de los casos, la sexual en el 86,2 %, y la violencia psicológica el 84,3 %. De las mujeres que han sufrido violencia en la pareja, el 49,6 % no buscó ayuda ni rompió la relación, mientras que, del grupo de mujeres que llegaron a denunciar o buscar ayuda en el exterior, el 81,9 % rompió la relación.
Los motivos
La violencia de género tiene unas características específicas respecto a otros tipos de violencia, y es que entre el agresor y la víctima hay una relación afectiva romántica. Esto se relaciona directamente con una de las razones por las que se puede mantener una relación violenta: la influencia en la construcción del amor del mito del amor romántico. Según este, el amor todo lo puede y la pareja es la única fuente posible de felicidad. Esto contribuye a la preservación de la pareja a toda costa, manteniendo la víctima esperanzas de cambio.
Por otro lado, en las relaciones de violencia se despliegan una serie de mecanismos psicológicos destinados a lograr el aislamiento de la víctima, así como una dependencia emocional respecto al agresor. Estas herramientas guardan similitud con las conocidas como técnicas de persuasión coercitiva, desplegadas por las sectas en sus procesos de captación. Así, se persigue la pérdida de autonomía y la dependencia de la víctima mediante el distanciamiento de su entorno social.
La pareja se convierte en el único “apoyo” de la mujer y pierde la posibilidad de recibir ayuda del exterior. Además, los vínculos sociales ayudan a prevenir la violencia. Por ello, la falta de apoyo social y familiar favorece la cronificación de la violencia. El aislamiento es un factor de continuidad en la relación, pues no se percibe otra alternativa.
También es importante mencionar aquí la feminización de la pobreza. La brecha en el acceso a la educación y al mercado laboral de las mujeres supone un porcentaje mayor de pobreza en estas respecto a varones. Esta precariedad estructural genera dependencia económica que, como la emocional, dificulta la salida de la relación violenta.
El ciclo de la violencia
En 1979, la psicóloga estadounidense Leonore Walker pone nombre a lo que viven las mujeres violentadas en la pareja: ciclo de la violencia.
Este consta de tres fases que comienzan después de un periodo de calma:
Acumulación de la tensión. Comienza a haber conflictos y los grados de agresividad y hostilidad del hombre van en aumento.
Explosión. Se refiere al momento de la agresión, de cualquier intensidad. La mujer siente confusión, miedo e incluso culpabilidad.
Luna de miel. El agresor se “arrepiente” de lo ocurrido, promete que no volverá a ocurrir y manipula a la víctima para que no deje la relación. Aquí hay muestras exacerbadas de afecto que ligan emocionalmente a la mujer a su agresor.
Después de esta fase comienza la acumulación de la tensión, y con ella el inicio del ciclo. En cada vuelta, el periodo temporal entre fases se va reduciendo hasta el momento en que desaparece la fase de luna de miel. Así, la dinámica de la pareja estará centrada en la tensión y posterior estallido violento.
Como podemos imaginar, esto tiene graves consecuencias físicas, psicológicas y morales sobre la mujer, pudiendo llegar incluso al asesinato.