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¿Y si no estamos tan divididos? La falsa polarización

En los Estados Unidos de mediados de los 90 del pasado siglo, la batalla cultural entre demócratas y republicanos florecía con fuerza y copaba buena parte del debate público. Los primeros centraban su propuesta en la redistribución de la riqueza. A los segundos les preocupaba más el aparente declive de los valores tradicionales de la familia. La negatividad y la agresividad con que ambos partidos se referían a los candidatos rivales escalaba a pasos agigantados, y era frecuente asistir a desagradables discusiones sobre el aborto, el crimen y demás asuntos divisivos.

Por aquel entonces, el republicano Newt Gingrich, presidente de la Cámara de Representantes, lideró la primera campaña para destituir a un presidente estadounidense (Bill Clinton) por mentir sobre un affaire. Mientras, la televisión amplificaba como nunca cualquier disputa partidista.

¿Les suena de algo? Aquella coyuntura parece inofensiva a la luz de los estándares actuales de radicalización a uno y otro lado del Atlántico; no obstante, a principios del siglo XXI, no eran pocos los estadounidenses que temían el crecimiento casi inexorable de esa espiral descontrolada de batallas culturales. Sin embargo, en realidad, ni esa espiral estaba descontrolada, ni las batallas culturales estaban intensificándose.

La división de la sociedad estadounidense

El sociólogo Paul DiMaggio llegó a descubrir en ese momento, de hecho, que, aunque los estadounidenses estaban muy divididos en cuestiones controvertidas como el aborto, las tasas de desacuerdo sobre este y otros temas divisivos no habían aumentado en los últimos veinte años (entre los 70 y los 90).

Más relevante aún fue el hallazgo del psicólogo social Robert Robinson. Este profesor de Harvard reclutó a estudiantes universitarios liberales y conservadores y, al entrevistarlos, registró dos tipos de información: (1) la posición de éstos respecto al aborto y al conflicto racial en Estados Unidos, y (2) sus estimaciones de lo que las personas del partido contrario pensarían sobre esos dos temas.

¿El resultado? Tanto liberales como conservadores sobreestimaron significativamente la distancia entre sus puntos de vista y los del rival. Y no sólo eso: unos y otros también subestimaron la magnitud de las diferencias de opinión que existían dentro de su propio espectro. A esta brecha de percepción Robinson y su equipo la denominaron “falsa polarización”.

La falsa polarización es la tendencia que –casi– todos tenemos a sobreestimar la distancia que existe entre “los nuestros” y las personas del espectro ideológico o partido político rival. Y va más allá de los universitarios entrevistados por Robinson. Utilizando una muestra representativa de la población estadounidense, Matthew Levendusky y Neil Malhotra probaron hace seis años que la distancia ideológica percibida entre demócratas y republicanos duplicaba la distancia verdaderamente existente entre ellos, una percepción que se extendía a numerosos temas específicos, como la inmigración, la reforma fiscal, el libre comercio o la financiación de campañas electorales.

En este sentido, investigaciones posteriores han demostrado que esta brecha de percepción se ha ensanchado con el tiempo: si bien la falsa polarización era insignificante a inicios de los 70, para 2020 ésta había crecido casi un 20% según el estudio de Adam Enders y Miles Armaly.

¿Y si sucediese algo similar en España?

Amnistía, conflicto palestino-israelí… si echa un vistazo a las tertulias matutinas de las principales cadenas de televisión o radio, la conclusión sólo puede ser una: estamos más divididos que nunca. ¿Pero es eso cierto? Quizá no tanto. Los datos (del CIS) con los que contamos para España no permiten aseveraciones tan precisas; son de hace tres años y no son totalmente equiparables a los de las investigaciones estadounidenses.

No obstante, sí ofrecen algunas pistas. Según estas cifras, casi el 30 % del electorado del PSOE considera extremadamente derechista al Partido Popular (lo sitúan en el 9-10 en una escala ideológica que va del 1 al 10), mientras que el 25 % de los votantes populares ubica al Partido Socialista en la extrema izquierda (en el 1-2 de esa misma escala).

El panorama resultaría más alarmante de lo que ya es si no fuese porque, pese a esas apreciaciones, los datos revelan que sólo el 5 % y el 10 % de los españoles se sitúan en el polo derecho e izquierdo de la mencionada escala, respectivamente. Más aún, que sólo el 10% de los votantes populares y socialistas abraza esas posiciones extremistas en cada uno de sus espectros ideológicos. Ya no digamos si incorporamos en la ecuación a otros electorados, como el de Vox. Algo menos del 20 % de este colectivo se ubica en el polo derecho de nuestra escala. No obstante, los de Abascal son “extrema derecha” para más del 80 % de los votantes del PSOE y para más del 90 % de los votantes del espacio a la izquierda del PSOE. El error de percepción es evidente: tendemos a pensar que el adversario político es mucho más radical de lo que en verdad es.

Por supuesto, nada de esto supone una enmienda al hecho de que estamos –cada vez más– polarizados. Así lo han certificado multitud de estudios científicos. En el caso de España, por ejemplo, el sociólogo Luis Miller ha demostrado que nuestra sociedad se encuentra cada vez más dividida; más aún, que, aunque esa división se percibe con mayor facilidad en planos como el ideológico o el territorial, hoy también se extiende al universo de las creencias, los valores, ciertas políticas públicas o los deseos sobre lo que queremos que sea la política.

No obstante, lo que aquí planteo no es que no estemos polarizados, sino que haríamos bien en revisar la posibilidad de que estemos menos polarizados de lo que imaginamos.

En última instancia, hacer esta reflexión es importante por, al menos, dos motivos:

Primero, porque la falsa polarización ideológica podría derivar en polarización afectiva real. Cuanto más malinterpretemos y exageremos las posiciones del bando contrario, más fácil es que acabemos odiando a sus miembros por la distancia que pensamos que existe entre nosotros. Así, podríamos llegar a aborrecer al adversario sin que en realidad existan tantas cosas que nos separen de él.

Y segundo, porque, de darse este fenómeno, parecería sensato añadir otra más a la lista de estrategias para reducir la polarización, a saber, una que nos ayude a corregir nuestras percepciones erróneas sobre las personas del espectro ideológico opuesto.

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