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La banalización de los discursos que ignoran impunemente la realidad debería alertarnos. AFP

Cómo Donald Trump y Vladimir Putin se desvían del concepto de verdad

La verdad siempre ha sido objeto de pequeños y grandes “arreglos”. Pero lo que vemos ahora es una pérdida de su valor: es una característica de lo que ahora se llama posverdad, y revela una crisis en nuestra relación con la realidad.

Esos “arreglos” y mistificaciones que se realizan a la verdad se han convertido ahora en palabras tan públicas como cualquier otra, tan legítimas como las verdades fácticas que los historiadores y los periodistas tratan pacientemente de establecer.

Dos acontecimientos recientes me parecen sintomáticos de esta crisis de relación con la realidad que atraviesan nuestras democracias.

La “Red de la Verdad”

Donald Trump acaba de lanzar su propia red social, acontecimiento que se ha visto eclipsado por la aceleración de la crisis ruso–ucraniana. Al día siguiente de que sus partidarios asaltaran el Capitolio, Donald Trump fue vetado de Twitter “indefinidamente, por el riesgo de que se siga incitando a la violencia”. El expresidente estadounidense anunció que iba a crear su propia red, “humildemente” llamada “Truth Social”, que puede traducirse como “Red de la Verdad”. La red funciona desde finales de febrero.

El ex presidente Donald Trump junto a una pantalla de teléfono que muestra la aplicación Truth Social
Donald Trump en el lanzamiento de su red ‘Truth Social’, el 21 de febrero de 2022 en Washington, D.C. Stefani Reynolds/AFP

El nombre no es casualidad. Al igual que afirma “yo digo la verdad”, Donald Trump erige su red social como poseedora del monopolio de la verdad. “¡Venid a mi casa! Todo lo que allí se dice es por naturaleza verdadero”. Es verdadero porque en esa red hablo “yo” (o, lo que es lo mismo, los que dicen ser yo). Lo digo yo, por lo tanto es válido como verdad. La realidad, como todas las normas racionales de justificación y verificación, se supedita a los intereses particulares del hablante.

Sin embargo, hay una contradicción entre los términos de esta declaración. Lo verdadero, precisamente por ser la adecuación entre lo que se dice y lo que es, no puede ser de nadie. No se puede privatizar. Hay algo en la realidad que hace que lo que digo sea cierto, y ese algo no soy yo. Por eso, para decir lo que es verdadero, hay que aceptar descentrarse, al menos distanciarse de las propias creencias e intereses inmediatos. Por lo tanto, esta afirmación es una cuestión de falsificación, llevada aquí a su límite caricaturesco.

Perversión del valor de la verdad

Se advierte una ambivalencia en el discurso de Donald Trump, convertido desde hace tiempo en figura paradigmática del régimen de la posverdad, en el que ha desaparecido la división entre verdad y falsedad. Y, en efecto, en muchos aspectos, estamos ante alguien que parece totalmente indiferente al principio de realidad y, por tanto, a la verdad fáctica en la que se supone que descansa la validez de nuestras afirmaciones y opiniones. Con él, todo sucede como si la realidad no tuviera ningún efecto sobre lo que tenemos que decir al respecto.

Pero lo paradójico es que Donald Trump no deja de reivindicar “la verdad” y, por tanto, hace un cierto uso del léxico de la verdad. Mientras que en la Atenas clásica los sofistas admitían de buen grado que la verdad no era asunto suyo y la dejaban en manos de los filósofos, en este caso se trata de hacer como si se poseyera la verdad y hacerla suya. Recordemos cómo el presidente estadounidense solía decir a los periodistas que sus afirmaciones documentadas eran noticias falsas, invirtiendo así el estándar de la verdad para disfrazar mejor sus mentiras. Todo ello sin la menor vergüenza y con total descaro.

Por tanto, no es seguro que estemos asistiendo realmente a la desaparición del “valor” de la verdad, sino a una perversión de este valor. Y en este intento de atraco y confiscación, es nuestra relación con la realidad la que está amenazada. Y sin embargo, lo que puede mantener la verdad es la independencia de la realidad, sin la cual, recordemos, no podemos discutir. Es la existencia de esta tercera parte, que no soy yo ni el otro, la que nos permite discutir.

Es de temer que las redes de la “verdad” según el modelo de la de Trump se multipliquen como un reguero de pólvora, y que se acelere el fenómeno de las “burbujas cognitivas”. Los algoritmos seleccionan lo que se ajusta a nuestras creencias y nos presentan contenidos que se aproximan a nuestras expectativas y preferencias, jugando con los efectos de identificación reforzados por la dimensión virtual de estos “pseudointercambios” en los que sólo nos enfrentamos a lo mismo.

Así pues, hoy en día es dentro de la misma red donde se practican las escisiones y es de temer que la proliferación de nuevas redes refuerce esta compartimentación. Una compartimentación que impedirá el ejercicio de un juicio compartido, base del funcionamiento democrático, ese debate que nace de la contradicción y la confrontación argumentativas. Sólo se puede pensar pensando contra uno mismo, es decir, pensando “en el lugar” del otro.

En cambio, ya no discutimos, ya no nos relacionamos. Simplemente alimentamos la violencia de la fantasía en la comunión del resentimiento. Porque para debatir, debemos ser capaces de ponernos de acuerdo en lo que no es discutible, y que precisamente nos obliga a pensar, a sopesar lo que decimos, todavía más cuando lo decimos públicamente. Esto significa que si no se reconoce la realidad por sí misma, no podemos deliberar colectivamente.

“Esto no es una guerra”

En este sentido, otro hecho que aparentemente tiene poco que ver con el episodio trumpiano me parece bastante significativo: hasta que quedó obsoleto por un poderoso efecto de realidad (ya no era posible negar que estábamos ante una guerra), asistimos a un debate semántico sobre la naturaleza de las “operaciones militares” de Putin en Ucrania. Al menos hasta la ofensiva del 24 de febrero, a pesar de sus numerosas violaciones de los acuerdos de Minsk en la región, mucha gente utilizó el eufemismo, negándose a hablar de “agresión” o, peor aún, de “guerra”.

Sin embargo, la guerra tiene una definición precisa, la de la violación de la soberanía de un Estado mediante una intervención armada. En contra de la evidencia, atestiguada y documentada, nos hemos acomodado a un discurso que niega una verdad de hecho, un discurso de negación, cuyo clímax quizá esté en la forma en que Vladimir Putin declaró la guerra negándose a nombrarla, hablando de una “operación militar”. Guerra: una palabra tabú.

Cuando la realidad deja de constituir la norma y el sentido del discurso, ya no es posible discutir, y todas las estrategias de diálogo están condenadas al fracaso. Nos despertamos aturdidos. Este episodio trágico quizás debería llevarnos a cuestionar la banalización de los discursos que se liberan impunemente de lo que hace nuestro mundo común, la realidad. Porque al renunciar a la realidad, también renunciamos a evitar que el discurso sea una máscara de la violencia.

This article was originally published in French

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