El tema de la contribución del ganado al cambio climático es algo que me preocupa. Ya me he posicionado al respecto en alguna ocasión.
El investigador Frank Mitloehner, profesor en la Universidad de California en Davis (EE UU), publicó en 2016 un libro blanco titulado Contribuciones del ganado al cambio climático: hechos y ficción. Fue aplaudido por la poderosa AFIA, la patronal de las industrias manufactureras de productos ganaderos y agrícolas estadounidenses. En 2018, el propio autor escribió una reseña en The Conversation.
El problema es que Mitloehner usa estadísticas incompletas sobre la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) para minimizar los impactos ambientales de la ganadería.
Un porcentaje incompleto
El investigador afirma que la producción ganadera es responsable del 4,2 % de las emisiones de GEI de los Estados Unidos. No es poco si tenemos en cuenta que estamos ante el colíder en este tipo de contaminación. Reconoce que los métodos de evaluación del ciclo de vida son la “regla de oro” para medir con precisión las contribuciones del ganado al cambio climático, pero extrae conclusiones que no reflejan el ciclo de vida completo de los productos animales.
Su cálculo del 4,2 % no tiene en cuenta varias fuentes de emisiones importantes. Cita las estimaciones de la Agencia Medioambiental de los Estados Unidos para la emisión derivada de la fermentación entérica y el manejo del estiércol, pero excluye las emisiones de:
La producción de semillas y forrajes para animales, incluidas las emisiones de óxido nitroso asociadas con la aplicación de fertilizantes.
La deforestación y los cambios en el uso del suelo.
El transporte de alimentos para animales, ganado y productos alimenticios.
Las emisiones asociadas a los productos alimenticios de origen animal.
Emisiones mundiales vs. estadounidenses
Mitloehner no distingue entre las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero y las estrictamente estadounidenses. Por ejemplo, sostiene que quienes aseguran que las emisiones derivadas de la ganadería estadounidense son comparables a las del transporte están equivocados.
Sin embargo, los datos que equiparan ambos sectores a nivel mundial son muy precisos. La estimación más reciente de la FAO es que un 14,5 % ,7,1 gigatoneladas , de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero son atribuibles a la agricultura animal. Un volumen ligeramente menor, 7 GT, son atribuibles al transporte, según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
El porcentaje de emisiones de GEI estadounidenses que el doctor Mitloehner atribuye a la agricultura animal no es comparable a las tendencias globales. Tampoco refleja la magnitud del problema. En primer lugar, porque las emisiones de la energía y el transporte de ese país son excepcionalmente altas. En segundo, porque parte de ellas se realizan en otros países. Por ejemplo, las debidas a la deforestación para abrir las tierras al pastoreo y a la producción de cultivos forrajeros, cuyos productos finales se destinan al mercado estadounidense.
Agua, insecticidas y antibióticos
Mitloehner se centra en los GEI, pero no se ocupa de los otros impactos ecológicos y de salud pública derivados de la ganadería industrial. No ofrece dato alguno sobre el consumo del agua, la contaminación de los recursos hídricos por la escorrentía agropecuaria ni el uso masivo de insecticidas que está acabando con la biodiversidad natural. Tampoco de la contaminación del aire, la resistencia a los antibióticos, los impactos en las comunidades rurales y en los trabajadores, y otros efectos dañinos.
El investigador afirma que “las mejoras en la eficiencia de la producción ganadera están directamente relacionadas con las reducciones del impacto ambiental”. Para sostenerlo se centra en el aumento de la eficiencia por cabeza de ganado. No tiene en cuenta la escala de la producción animal de alimentos, ni la huella ambiental total de la agricultura animal en Estados Unidos.
¿A más eficiencia, menos emisiones?
Las industrias ganaderas estadounidenses han progresado en términos de eficiencia, pero el impacto de criar cada año unos 10.000 millones de animales destinados al consumo directo es enorme. Los beneficios de la mayor eficiencia de cría por cabeza se compensan si la producción animal de alimentos continúa aumentando, lo que trae como resultado una huella ambiental total cada vez mayor.
Por lo tanto, es irreal suponer que el sector agropecuario de Estados Unidos ha reducido su huella ambiental total porque haya reducido las emisiones de GEI por cabeza de ganado producida.
Las reducciones urgentes y radicales de emisiones son fundamentales en todos los sectores, incluidos el transporte, la energía y la agricultura. Pero si las emisiones se reducen en los sectores no agrícolas, pero continúan las tendencias pronosticadas en el consumo de productos animales, el aumento de la temperatura media mundial probablemente superará los 2°C.
La reducción del impacto ambiental de la agricultura exigirá drásticas disminuciones en la ingesta de carne y lácteos. Sobre todo en países como Estados Unidos que tienen los niveles más altos de consumo per cápita.
El estadounidense típico consume unas tres veces más carne, lácteos y huevos que la media mundial, lo que perjudica la salud humana y el medio ambiente. En comparación con la dieta mundial promedio, la estadounidense provoca casi el doble del uso de la tierra agrícola y de las emisiones. Entre un 80 y un 90 % están relacionadas con el consumo de alimentos de origen animal.
El libro critica los esfuerzos de los consumidores para reducir la dieta de productos cárnicos. Entre otras el lunes sin carne, que anima a los ciudadanos a comprender que las decisiones sobre su dieta afectan el medio ambiente y que deben comenzar a reducir (que no a suprimir) la ingesta de productos animales.
El problema del cambio climático puede parecer que sobrepasa la capacidad individual para marcar la diferencia. Sin embargo, cambiar nuestras decisiones del día a día, por pequeñas que sean, es una forma viable para que entre todos demos un paso hacia la reducción de nuestra huella ambiental.
Si nos esforzamos en reducir las contribuciones antropogénicas al cambio climático, es preciso también que quienes se dedican a interpretar las estimaciones de emisiones empleen el máximo rigor y la mejor metodología disponible para evaluar los impactos ambientales de las actividades agropecuarias.