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El Mundial de fútbol, una cuestión de poder

El Mundial de la FIFA de 2030 tendrá lugar en España, Portugal y Marruecos. Pero para festejar el centenario de esta competición también se celebrarán otros tres partidos en Sudamérica (Uruguay, Argentina y Paraguay). La noticia, que las partes interesadas filtraron a través de las redes sociales, borró todo el glamur posible a un evento de tal calibre que, en otros casos, ha sido motivo de fiesta nacional (recuérdense las fiestas callejeras en Qatar o Sudáfrica).

La FIFA ha intentado contentar a todo el mundo. Un “todos dentro” a lo grande que ha obligado a la organización que preside Gianni Infantino a publicar un “FAQ” –preguntas frecuentes– en su página web para explicar los motivos de tal decisión en el que, obviamente, se intenta justificar por qué en momentos de emergencia climática se acabará jugando un Mundial en seis países diferentes. La FIFA hace equilibrios para gestionar su poder y, consecuentemente, su influencia. Pero, no nos engañemos, su compromiso climático siempre quedará en segundo plano.

Joao Havelange, presidente de la entidad entre 1974 y 1998, transformó la FIFA en una empresa capaz de convertir el fútbol en un negocio global. Joseph Blatter, crecido a la sombra de Havelange, convirtió la institución en una red gestionada a través del familismo amoral, en un actor político de primera magnitud porque vio la capacidad que tenia el fútbol para penetrar en el backstage de los gobiernos.

Blatter mercadeó con el Mundial para conseguir poder político y grandes beneficios económicos para los suyos. Parece que Gianni Infantino será un continuador, sobre todo viendo sus fotos junto al Emir de Qatar o el todopoderoso príncipe heredero saudita Mohamed Bin Salman. Arabia Saudí aspira, ahora sí, al Mundial 2034. En solitario, con el apoyo (dicen) de unas 70 federaciones nacionales y habiendo desplegado una política de inversiones, gracias a ser un estado rentista, que ha permitido que todo el mundo conozca la Saudi Pro League fichando a jugadores “galácticos” endiosados.

Capitalizar el impacto socioeconómico

Con los norteamericanos contentos porque ya tienen su Mundial (el de 2026) después de la derrota de 2010, para 2030 nos espera un recital de propuestas de los gobiernos de los países que albergarán este evento para capitalizar su impacto económico, social y reputacional. Habrá informes, como los que ya circulan, que fijarán datos económicos esperanzadores para las economías, incluso a largo plazo.

El Gobierno de España prevé un impacto de 5 120 millones de euros en el PIB, además de la creación de 82 513 empleos. Pero, si bien es cierto que los períodos de preparación del Mundial –igual que pasa con los Juegos Olímpicos– son de gran dinamismo económico, no hay certeza científica que nos diga que estos grandes eventos dejan bienestar a largo plazo. No hay acuerdo entre investigadores, por mucho que los tertulianos pontifiquen en función de la bufanda que llevan puesta, quién les paga o su carnet político.

De hecho, algunas reflexiones permiten relativizar la idea de que los megaeventos deportivos son un beneficio, por sí solos, para las ciudades y países que los acogen. En primer lugar, los partenariados público-privados que han permitido a cantidad de ciudades de los Estados Unidos tener estadios para albergar partidos de las “Big-5” han dibujado también un urbanismo dual (y desigual) para muchas de estas, con áreas hipercomercializadas (y gentrificadas) y otras de gran desinversión. Las investigaciones –resumidas por David L. Andrews en Making Sport Great Again (2019)– nos indican que la construcción de estadios deportivos, por sí sola, no es un factor tractor para mejorar la actividad económica de la totalidad de la ciudad.

En segundo lugar, desde una perspectiva postpolítica, en 2014 los profesores Andrey Makarychev y Alexandra Yatsyk, en el European Urban and Regional Studies, criticaron cómo los grandes eventos deportivos se acaban convirtiendo en los detonantes de una gobernanza pública exclusivamente radicada en buscar un falso consenso social que no admite disidentes, pensar la marca territorial solo como activo para competir con otros destinos a nivel nacional e internacional, así como la apelación a la seguridad nacional. Ciertamente, la obtención de un Mundial de fútbol acaba generando una espiral del silencio en la sociedad donde las voces críticas o disonantes acaban sucumbiendo la lógica económica y racional imperante.

¿Ayudan estos eventos a mejorar la imagen de un país?

En tercer lugar, y siguiendo la lógica anterior, cabe señalar que la experiencia nos indica que estos megaeventos, per se, no pueden liderar una revisión acrítica (o de laboratorio) de la marca territorial de ciudades o países si no hay un proceso previo de análisis de los elementos constitutivos (tangibles e intangibles) de la identidad del lugar. Estos eventos pueden ser la punta del iceberg o el colofón de un proceso de rebranding territorial, pero no el motor en sí mismos. Véanse, como casos fallidos, como los mundiales de la FIFA de Sudáfrica (2010), Brasil (2014) y Rusia (2018) no fueron suficientes para mejorar, a largo plazo, la imagen de estos países. No así, de momento, el celebrado en Qatar hace un año.

Aunque haya evidencias que demuestran el juego sucio previo al anuncio de la candidatura –léase el libro de Heidi Blake y Jonathan Calvert The Ugly Game (2015) o véase el documental FIFA Uncovered (2022) en Netflix–, el gobierno de Qatar desplegó strictu sensu lo que en terminología académica definimos como un proceso de sport place branding, proceso que ya se había iniciado en 1995. La lectura de Qatar and the 2022 FIFA World Cup. Politics, Controversy, Change (2022), de los profesores Paul M. Brannagan y Danyel Reiche, es necesaria para comprender la complejidad económica y sociopolítica de esta cita mundialista.

En resumen, la concesión del Mundial se inscribe en lo que Simon Chadwick denomina “geopolítica económica” del deporte, en esta telaraña de sinergias entre actores políticos, económicos y mediáticos que configuran la industria del deporte y se asocian, sobre todo, a partir de relaciones de poder.

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