Lo que pensaba Cicerón es lo que piensan ahora muchos. “Corren malos tiempos, los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros”, dejó dicho, como contexto nada original, en una de sus arengas más épicas.
Es una de las ideas recurrentes en la historia: que cada generación desatiende o degrada muchos de los valores que la generación anterior considera todavía fundamentales. Que se repita en cada época, lejos de reforzarla, la hace más sospechosa: parece decir más de quien lo dice que del momento en que lo dice.
Suspicacias con la escritura
La educación reglada descuida la habilidad de la escritura en el aula: sigue sin tener un espacio propio en los currículos académicos, a pesar de los libros o manuales fundamentales que se han publicado los últimos años, como el de Delmiro Coto en 2007, el de Frugoni en 2006 (reeditado en 2017), los más recientes de Daniel Cassany, o los ya clásicos, como Teoría y práctica de un taller de escritura del grupo Grafein, Ejercicios de estilo de Queneau y Gramática de la fantasía de Rodari.
Son muchas las resistencias que hay que vencer todavía (el tamaño de los grupos, la metodología y el tiempo que requiere escribir, su evaluación tan compleja, etc.). Pero la cuestión de fondo es otra: su incomprensión como una destreza más y, con ello, su falta de reconocimiento como materia de aprendizaje.
No puede confundirse la escritura, que es una actividad, o un hábito en el mejor de los casos, con la publicación de un libro. Ni escribir implica, necesariamente, ser un escritor profesional. Tampoco son escribir y leer tareas opuestas, en donde una le roba el tiempo a la otra. Forman más bien un círculo virtuoso que hace mejor lector a quien escribe y mejor escritor a quien lee. Porque, como dice Álvaro Enrigue, un escritor es ante todo un lector sinvergüenza.
Lugares comunes
Es un lugar común que los jóvenes escriben muy mal, cada vez peor, y que no leen. Es más que improbable, pero muchos están convencidos de que antes, en cualquier otra época, se leía mucho y se escribía mejor.
Es también un lugar común que no se puede enseñar a escribir. En el imaginario colectivo se ha asentado la idea, injustificada, infundada, de que se puede enseñar a pintar, a componer música, a hacer matemáticas o a hacer filosofía, pero a escribir no. A escribir solo se aprende leyendo y escribiendo mucho, dicen todavía quienes intentan alejar la escritura de toda didáctica, como si fuera la única disciplina en la que la práctica es lo más importante.
Pero es fácil abrirle grietas a estas convicciones. Todo apunta a que se lee y se escribe ahora más que nunca. En parte gracias precisamente a los teléfonos móviles, que han incentivado una escritura cotidiana y constante en sus usuarios. Pero en parte también a que cada vez más profesores están introduciendo en sus aulas la práctica de la escritura, con la metodología que usan los talleres literarios, que es la de remangarse y trabajar con los textos igual que se trabaja en un laboratorio, experimentando con el lenguaje y sus formas, leyéndolo exhaustivamente, escribiéndolo y reescribiéndolo muchas veces hasta llegar, como decía Juan Ramón Jiménez, al nombre exacto de la cosa.
Enseñar a escribir es otra cosa que compartir un recetario: es acompañar a quien escribe, ayudarlo a vislumbrar su propio proyecto, mostrarle los recursos que tiene a su alcance, orientarlo con sus lecturas y motivarlo para que siga escribiendo, hasta convertirlo en un hábito.
Qué nos aporta escribir
Enseñar a escribir a los alumnos, en cualquiera de las etapas educativas, es una vía privilegiada para trabajar con ellos su creatividad, sus capacidades expresiva y comprensiva, su sentido crítico; y para proporcionales un acceso más vivo y penetrante al lenguaje, hacer de la lectura una experiencia vivida más intensamente y capacitarlos de verdad para el diálogo.
Porque escribir bien no es solo escribir correctamente, hacer comprensible lo que se quiere contar, ser ordenado y claro. Más allá de esos mínimos, escribir bien es mostrar un estilo propio, una manera propia de ver la realidad y darle una estructura fiable con el lenguaje.
Clarice Lispector dijo que escribía porque era incapaz de entender nada si no era a través del proceso de escribir. Escribir mejor es también pensar mejor, tener una percepción más audaz de la realidad, dotarse de un modo más ambicioso de estar en el mundo y de conocerse uno mismo.
Lingüistas versus escritores
¿Quién y cómo puede enseñarnos a hacerlo? Cuando en los años 40 al novelista Vladimir Nabokov le ofrecieron dar clases en Harvard, el lingüista Roman Jakobson, receloso, preguntó: ¿Qué será lo próximo? ¿Traeremos elefantes a enseñar zoología?.
Hoy no es necesario elegir entre escritores o lingüistas: a los testimonios y reflexiones de muchos autores sobre su propia práctica, valiosísimos, podemos sumarles la investigación académica reciente que aporta un método científico para la enseñanza de la escritura.