Vivimos en una sociedad con una tendencia excesiva al diagnóstico y a la etiquetación psicológica. Poner etiquetas facilita la comunicación entre profesionales, pero también acarrea una serie de inconvenientes para la persona y el contexto social en el que se desenvuelve.
Si hablamos de niños y adolescentes esta situación se complica, ya que estos dependen de los adultos y educadores que les rodean.
Efectos negativos de las etiquetas
Algunos inconvenientes de las etiquetas que usamos para categorizar las diferentes actitudes y dificultades de los niños y niñas son:
No aportan información útil sobre el comportamiento o la personalidad de la persona, en la mayoría de ocasiones. Siempre hay matices específicos que la etiqueta no contempla.
Se suelen utilizar como generalizaciones sobre la conducta de la persona, haciendo que pasen desapercibidos otros comportamientos que desmentirían dicha etiqueta.
Se utilizan, a menudo, como explicaciones causales del comportamiento de la persona. El comportamiento que realiza la persona queda justificado por la etiqueta, y la etiqueta queda justificada por el comportamiento que tiene la persona.
Se refieren a comportamientos (normalmente negativos) que reciben una gran atención social. Lo que en muchas ocasiones puede ser contraproducente para la persona, dañando su autoestima y formando un autoconcepto negativo.
A menudo nos hacen centrarnos más en la búsqueda de defectos y errores en la persona, más que en sus habilidades, competencias y recursos.
Se usan como causa del trastorno de conducta. Es decir, si una persona tiene TDAH la causa de su comportamiento siempre será el TDAH. Esto da lugar al fenómeno llamado “profecía autocumplida” y a la perpetuación de la etiqueta. Lo que nosotros esperemos de esa persona, nuestras expectativas sobre su comportamiento, acabarán cumpliéndose y estarán condicionadas por dicha etiqueta.
Contribuyen a generar, tanto en los que reciben la etiqueta como en los que le rodean, sentimientos de indefensión, fatalismo y desresponsabilización. Esta situación influye negativamente sobre todo a la hora de intervenir con esa persona. Será más difícil mejorar su comportamiento.
Subestiman la posible contribución del entorno a la mejora del problema, presentándose como una causa interna que determina el trastorno de conducta. Esto no facilita la intervención conductual en niños y adolescentes donde la contribución del entorno en la intervención es tan importante.
El papel de los educadores en casa y en el colegio
Los educadores (maestros, profesores, madres, padres…) tienen una posición privilegiada a la hora de descubrir posibles trastornos de conducta en la infancia y la adolescencia. Pasan muchas horas con los niños y pueden detectar comportamientos de forma temprana, lo que en muchas ocasiones supone la prevención de una situación más compleja. Esto también facilita evitar un posible trastorno.
Los educadores son también unos fantásticos colaboradores del psicólogo clínico infantil. Su papel es determinante tanto en la fase de evaluación como en la de intervención.
Sin ellos, el trabajo del psicólogo queda mermado por la dificultad de una evaluación e intervención directa con el niño, ya que normalmente no es él o ella el demandante de ayuda, sino que suele ser su familia o su docente.
Por lo tanto, los educadores tienen la posibilidad de recoger datos y observar donde el psicólogo tiene complicado acceder. Los niños se desenvuelven en varios contextos, familia y escuela, y es importante obtener información en cada uno de ellos.
¿Cuándo una conducta es normal?
La formación de los educadores en contenidos de índole analítico-conductual es importante para que conozcan, por ejemplo, las características de los trastornos de conducta más frecuentes en la infancia y la adolescencia y sepan discriminar cuándo una conducta, aunque sea negativa, está dentro de lo normal, y cuándo es susceptible de atención especializada porque pueda ser un síntoma de algún trastorno.
Esta es la manera de detectar posibles problemas futuros, incluso de prevenirlos. Las conductas de niños y adolescentes son en la mayoría de los casos fruto de la interacción con los adultos; si estos saben cómo actuar, qué cosas hacer y cuáles no, pueden marcar la diferencia en la aparición o no de determinados comportamientos.
Los trastornos más frecuentes
Los trastornos de conducta más frecuentes en la infancia y la adolescencia y que mayor importancia tienen para los educadores son:
Trastornos de conducta de las funciones básicas como la enuresis y la encopresis (no controlar esfínteres).
Trastornos de la conducta alimentaria y del sueño.
Trastornos del lenguaje y trastorno por déficit de atención e hiperactividad.
Trastornos de conducta, de ansiedad y depresión.
Trastornos obsesivos–compulsivos y aquellos relacionados con traumas y factores de estrés.
Temas transversales como pueden ser la disforia sexual y el maltrato en la infancia.
Es fundamental concienciar al educador de que no todas las conductas que se observan en el niño tienen por qué ser un problema o ser susceptibles de recibir una etiqueta diagnóstica.
Se trata de que el educador esté adecuadamente formado, no para “sobrediagnosticar” y ver problemas donde no los hay, sino para estar atentos y detectar lo antes posible cualquier dificultad, y poder ser una herramienta de prevención.