En diciembre de 2001, Argentina vivió uno de los momentos más dramáticos de su historia. La inminente quiebra de la convertibilidad –el plan de estabilización monetaria que establecía la paridad entre el dólar y el peso– llevó a decenas de miles de personas a las calles para protestar contra la confiscación de la moneda por parte del gobierno, el “corralito”. En un momento ya histórico, el entonces presidente Fernando de la Rúa huyó de la Casa Rosada en helicóptero tras dimitir, ante la incredulidad de los manifestantes que ocupaban la Plaza de Mayo.
Casi 22 años después, la población argentina parece haber encontrado por fin una figura capaz de expresar con eficacia el grito “que se vayan todos” que marcó aquel trágico diciembre. Javier Milei, economista de extrema derecha y fundador del partido La Libertad Avanza (LLA), fue elegido presidente de Argentina al derrotar al peronista Sergio Massa en la segunda vuelta celebrada el pasado domingo.
La ventaja de más de diez puntos entre Milei y Massa volvió a poner en entredicho la credibilidad de los institutos de sondeos que pronosticaban una carrera reñida, definida por estrechos márgenes, pero los indicios de que este panorama era erróneo eran visibles desde la primera vuelta. En la votación de octubre, la suma de los votos otorgados a Milei y Patrícia Bullrich ya superaba en cerca de un 15% a los de Massa.
Victoria en 20 de las 23 provincias del país
Al final, Milei logró retener más del 80% de los votos de Bullrich y amplió su base electoral en más de 324 000 votos en comparación con el desempeño de la derecha en la primera vuelta. El resultado fue una victoria aplastante, en la que Milei se impuso a Massa en 20 de las 23 provincias del país, así como en la capital federal, Buenos Aires. En bastiones tradicionales antiperonistas, como Mendoza, la diferencia superó el 40 %, pero Milei ganó en cinco de las ocho provincias gobernadas actualmente por el peronismo.
Entender las razones que han llevado a esta situación es un esfuerzo que durará algunos años. En un análisis preliminar, los resultados pueden leerse como el esperado final de un ciclo electoral atípico en el que una sociedad castigada por una década de estancamiento económico y diferentes planes de estabilización fallidos decidió castigar a las fuerzas políticas tradicionales, es decir, ante el rechazo a las fórmulas conocidas, se abrazó lo desconocido.
Lo llamativo es que este descontento ha encontrado su principal representante en Javier Milei, una figura agresiva, visiblemente poco preparada, sin bases sociales firmes y que se ha hecho más conocido por su idiosincrasia que por la defensa de un proyecto o una trayectoria en política.
Campañas extremas y rabiosas
Despojado del ropaje ilustrado con el que la derecha tradicional argentina intenta disfrazar su repudio a los pobres, Milei apostó por una campaña a su imagen y semejanza: histriónica, extrema y rabiosa, simbolizada por la motosierra con la que pretendía –esperemos que metafóricamente– destruir a la “casta”, expresión con la que se refería a los políticos del país. A ello sumó media docena de consignas (“dolarización”, “libertad”, “fin del Banco Central”), sobre las que se dieron pocas explicaciones, y construyó la exitosa campaña que lo llevó a la Casa Rosada.
La comprensión de este fenómeno requiere una compresión aún no disponible de una serie de transformaciones en curso en la sociedad argentina, que van desde los cambios operados por la comunicación en la era de internet hasta el avance de la precariedad laboral y la marginación de grandes contingentes de la población de los mercados y las redes formales de protección estatal.
En este sentido, hay que reconocer que Milei demostró una mayor capacidad de lectura de la coyuntura que sus adversarios. Entendió que el cansancio con el Gobierno no se representaría en fórmulas gradualistas, como las propuestas por la coalición Juntos por el Cambio, y dejó espacio para aceptar una propuesta de terapia de choque, como la que anunció ayer en su discurso de victoria.
En este sentido, la propuesta de dolarización de la economía demostró ser acertada desde el punto de vista electoral al generar el apoyo de los votantes más jóvenes, que no tienen el recuerdo de la experiencia del colapso de los años 90 del pasado siglo y sienten directamente los impactos de una economía estancada justo cuando entran en el mercado laboral. Al mismo tiempo, la idea resuena positivamente entre los segmentos de las clases media y alta, nostálgicos de los días de “dame dos”, a pesar del coste político que conlleva.
Al mismo tiempo que debemos ampliar nuestros esfuerzos para comprender las raíces de este resultado, debemos reflexionar sobre sus implicaciones a partir de ahora. Por significativa que sea la victoria de Milei, representaba un reto menos importante que los que se le plantean al presidente electo a partir del 10 de diciembre.
“El cambio tiene que ser drástico, sin término medio”
El propio Milei parece ser consciente de que su programa es menos factible de lo que hizo ver durante la campaña. Durante su discurso de victoria, Milei no hizo ninguna referencia a la dolarización o a la abolición del Banco Central, pero dejó claro que el camino que pretende seguir es el de la terapia de choque, afirmando que “Los cambios que necesitamos son drásticos. No hay lugar para el gradualismo, no hay lugar para el término medio”.
La aplicación de esta agenda de choque representa una operación políticamente muy compleja. Aprobar leyes y proyectos que requieren mayoría cualificada exigirá acuerdos con sectores del peronismo, pero el desafío no termina allí. La adopción de una terapia de choque suele producir efectos muy costosos en términos de empleo e ingresos, lo que podría desatar olas de protestas que pongan en riesgo la ya difícil gobernabilidad del país. En este contexto, la sostenibilidad política de Milei dependerá de la construcción de una red de apoyo que vaya más allá de los votos en la Cámara y el Senado, y que también se haga notar en las calles.
La expectativa de moderación, como con Trump y Bolsonaro, puede no suceder
Hasta qué punto Milei podrá hacer estas políticas sin perder su legitimidad antisistema es una incógnita. Otra cuestión abierta, y potencialmente más grave, se refiere al impacto de la presidencia de Milei sobre las instituciones democráticas argentinas. Por el momento, en los círculos tradicionales del país parece existir la expectativa de que el presidente electo será moderado, contenido por el peso del cargo, y que su tono virulento es más un discurso de candidato que una expresión de temperamento.
Sin embargo, una de las lecciones que cabe extraer de las experiencias de Donald Trump y Jair Bolsonaro es que las expectativas de moderación se ven frustradas por los políticos de extrema derecha. La idea de que el Partido Republicano o las Fuerzas Armadas contendrían a Trump y Bolsonaro, respectivamente, no solo era errónea, sino que lo que vimos fue una radicalización de estos actores.
ADN autoritario
Negar el ADN autoritario del proyecto de Milei, como ha hecho la derecha tradicional argentina, es cerrar los ojos ante lo evidente para evitar enfrentar las propias contradicciones. En el comité de campaña, los carteles con el rostro de Milei iban acompañados de la frase “la única solución”. Ahora, si una figura dice ser la única solución a los problemas del país, todos los que se oponen a esa solución se convierten automáticamente en parte del problema.
Cómo piensa afrontar este escenario el nuevo presidente argentino es algo que pronto sabremos, pero las pistas que ofrecen Milei y la historia del país sugieren que la vibrante capacidad de movilización que distingue a la sociedad argentina puede ser más necesaria que nunca.