¿Es hoy más difícil salir de la exclusión social? Es la pregunta que nos hacemos y que respondemos con un rotundo sí. Después de dos crisis intensas, la financiera de 2008-2014 y la de la Covid-19, y la irrupción de la última crisis, la de la inflación, se constata que el impacto sobre la exclusión social en España crece. De hecho, si la exclusión severa afectaba al 6,3 % de la población en España en 2007, ese porcentaje se duplica hasta un 12,7 % en 2021, afectando a 6 millones de personas.
Son datos que, ya en la primavera del 2022, apuntaba el informe de la Fundación Foessa. Se trata de la aproximación estadística al fenómeno de la exclusión social en España más completa que existe y que analiza, a través de 37 indicadores, no solo sus dimensiones económicas (los ingresos, el empleo o el consumo), sino también los derechos de ciudadanía (políticos y sociales, como educación, salud o vivienda) y las propias relaciones sociales interpersonales (situaciones de aislamiento y conflicto social). Toda una innovación metodológica en la que participa la Universidad Pública de Navarra y una buena herramienta para radiografiar la sociedad española en este largo periodo de crisis sucesivas.
Evolución del porcentaje de población en exclusión severa
¿Cómo nos han afectado las crisis vividas?
En resumen, mal. La reducción de la actividad económica a partir de 2008 se trasladó al desempleo y sus efectos sociales se vieron agravados por las políticas de austeridad y los recortes sociales, el llamado “austericidio”. La crisis de 2020 fue más intensa en reducción del PIB (una caída del 11 %), pero afectó menos al empleo (1/5 parte que la anterior) gracias a las políticas públicas y, de forma muy especial, a los ERTE, que llegaron a 3,5 millones de trabajadores, y a las ayudas a 1,5 millones de autónomos, que salvaron la inmensa mayoría de estos empleos.
Sin embargo, otras medidas para la población más vulnerable, como el Ingreso Mínimo Vital o las moratorias en alquileres e hipotecas, tuvieron mucho menor impacto del previsto.
Actualmente, hablamos ya de una tercera crisis, de naturaleza energética preferentemente, que se plasma en el aumento generalizado de los precios, especialmente de algunos productos básicos como la energía, la alimentación o la vivienda, que hacen que los hogares más vulnerables no puedan afrontar los suministros y se vean en situación de pobreza después de pagar el alquiler o en riesgo de pérdida de la vivienda o de un desahucio.
Nos encontramos sumidos, pues, en una dinámica en la que crisis económicas sucesivas generan un fuerte impacto que pone en riesgo la cohesión social. A lo que hay que sumar que, en los periodos de recuperación intermedios, no se han logrado superar los problemas generados y recuperar los niveles de igualdad y de integración social. Se ha producido así un efecto “bola de nieve” que hace que nos enfrentemos cada vez más a procesos de exclusión social no solo más amplios, sino también más intensos, con más acumulación de problemáticas diversas en los hogares, y más prolongados, con riesgo de cronificación.
Solo si somos conscientes de estos cambios y enfrentamos la cuestión con la prioridad que merece, mejorando la calidad de las políticas de inclusión, estaremos en condiciones de revertir esta perversa dinámica.
La transformación tecnológica pasa factura
Obviamente, cada crisis tiene su propio perfil. La crisis de la Covid-19 afectó de forma especial a diversos aspectos sanitarios. El 40 % de la población expresaba que su estado de ánimo había empeorado con la pandemia y quienes manifestaban tener problemas de salud mental habían pasado del 11% en 2018 al 14 % en 2021. Además, la proporción de hogares que no compraban medicinas o prótesis que necesitaban, o dejaba tratamientos o dietas, pasó del 9 % al 15 % en esa crisis.
Pero más allá del impacto de cada crisis, a partir de los análisis de la Fundación Foessa también pueden verse otros factores constantes que muestran sus efectos en el largo plazo. La gran transformación tecnológica, basada en la digitalización y las tecnologías de la información, se intensificó con la pandemia. Y este proceso, a pesar del discurso oficial, sí esta dejando gente atrás.
Los empleados menos cualificados tienen cinco veces más probabilidades de perder su puesto que los profesionales y técnicos. Y, una vez en el desempleo, es más difícil volver al trabajo: si en 2007 el 50 % de los parados encontraban un empleo antes de un año, en 2020 ese porcentaje se reducía al 29 %, y de ahí el aumento de la proporción de desempleados de larga duración.
La “desconexión digital”, que afecta a uno de cada tres hogares, la mayor parte por falta de habilidades para el manejo de los dispositivos, es el nuevo proceso de exclusión social más relevante de este cuarto de siglo: es el nuevo analfabetismo del siglo XXI, que explica esa evolución en el mercado de trabajo.
Porcentaje de hogares que han perdido alguna oportunidad por no tener posibilidad de conectarse a internet
¿A quién afecta la exclusión social?
El perfil de los sectores más afectados se ha mantenido bastante constante en todo este periodo, pero cada vez se amplían más las diferencias respecto del resto. La incidencia de la exclusión social severa es el doble en los hogares cuya sustentadora principal es una mujer (26 %), afecta principalmente a la infancia (22 %) y a las personas de menor nivel formativo (la ESO ya no es un nivel educativo suficiente que prevenga de la exclusión). Golpea también especialmente a las personas con problemas de salud mental (20 %) y repercute más en los barrios desfavorecidos (25 %).
Pero, sin duda, es el factor étnico el que más discrimina: un 38 % de la población inmigrante de origen extracomunitario está en situación de exclusión social severa y la incidencia en la comunidad gitana es todavía mayor.
En definitiva, todo un reto para la sociedad española que debemos afrontar seriamente porque hoy la exclusión social es más dura, más persistente, más crónica. Y no nos conviene.