El verano de 2019 nos dejó una serie de incendios a nivel internacional que hizo saltar todas las alarmas: megaincendios en el Amazonas, Centroamérica, Sudeste de Australia y hasta en el Ártico.
En muchos de estos casos, se especulaba sobre la capacidad de adaptación de los ecosistemas. Debido a encontrarse en zonas que se incendian regularmente desde hace millones de años, habrían desarrollado estrategias de resistencia y resiliencia conforme al régimen de incendios.
Sin embargo, muchos de los incendios recientes son más frecuentes, intensos y severos de lo que el régimen histórico parece indicar, dándose relaciones entre distintas perturbaciones que se retroalimentan para aumentar su gravedad.
Incendios que sobreviven al invierno
En el caso del Ártico, el ciclo del fuego se reanuda aproximadamente cada 200 años. No obstante, una reducción del 25 % en su retorno puede suponer un problema ecológico, económico y social global debido a la emisión de cenizas y gases a la atmósfera.
Los cambios en el clima se concretan en olas de calor más intensas en la zona que afectan a áreas tradicionalmente libres de incendios como los humedales o zonas de permafrost. Esto provoca grandes deshielos tempranos que pueden afectar no solo a fauna y flora, sino también a los ciclos de nutrientes promoviendo la liberación de contaminantes como el ántrax o los residuos nucleares, inmovilizados en el hielo desde hace miles de años.
Los incendios suelen desplazarse por debajo del suelo en zonas de turberas (peat fires), sin presencia de oxígeno (y por tanto sin llama), oxidando materia orgánica en descomposición.
La turba contiene vastas reservas de gas combustible metano, por lo que se convierten en incendios latentes: pueden persistir en condiciones frías y húmedas durante mucho tiempo. Como consecuencia, estas zonas, consideradas sumidero de carbono global, pasan a ser emisoras.
A medida que el clima se calienta, los suelos del norte y la turba se secan, lo que aumenta la probabilidad de que estos incendios latentes vuelvan a reavivarse en condiciones más favorables o por efecto de rayos.
A estos incendios que sobreviven al duro invierno se les ha bautizado como incendios zombis o, en inglés, holdover fires o zombie fires. La comunidad científica no utilizamos estos términos, sino que les llamamos incendios latentes.
Estos incendios de suelo son una amenaza mucho mayor para el clima global que los superficiales. Al quemar durante largos periodos, pueden transferir calor mucho más profundo al suelo y al permafrost (consumiendo más combustible rico en carbono que los incendios normales), tal y como parece que está ocurriendo estos días.
Temor por la nueva oleada
Algunos de estos incendios latentes ya han sido verificados por los Servicios de Extinción de Incendios de Alaska y están siendo monitorizados por el programa de seguimiento de la atmósfera de Copérnico en el Ártico para investigar la reaparición de nuevos focos.
Sin embargo, los incendios zombis no son una novedad. Los más de 42 documentados entre 2002 y 2017 provocaron un aumento de los daños por fuego en zonas vulnerables que almacenan más del 35 % de las reservas de carbono del planeta. Y los escenarios futuros indican que estos casos pueden ser cada vez más habituales.
La clave para combatirlos es que sus patrones espaciales pueden ser predichos para un mejor manejo y extinción.
Los personajes de la serie de ficción The Walking Dead representan un peligro para la humanidad, ya que amenazan con convertir a toda la población en muertos vivientes. De forma parecida, la resurrección veraniega de los incendios zombis puede desembocar en una nueva oleada de megaincendios a medida que las condiciones estivales progresan.
La evolución latente de los incendios zombis durante el período invernal se acelera con el calor primaveral hasta el punto de que pueden transformarse en megaincendios a medida que aumentan la sequía y el calor estival.
Además, un año con muchos incendios, como el 2019, que nos dejó 12 millones de hectáreas calcinadas en Siberia, favorece la ocurrencia de incendios zombis en invierno.
Se trata por tanto de un círculo vicioso en el que los incendios estivales favorecen incendios zombis en el invierno siguiente y estos, a su vez, favorecen los incendios estivales al año siguiente. Un proceso que se ve acelerado todavía más en años como el actual, en el que las temperaturas primaverales en Siberia han sido de 10°C por encima de la media.
Todo ello ha llevado a que este año se haya establecido un nuevo récord en la intensidad de los incendios árticos en el registro del sistema europeo Copérnico, que empezó en el año 2003. Estamos en unos niveles que son más típicos de finales de junio o principios de julio.
Por si lo anterior fuera poco, la expansión de la COVID-19 puede acelerar todavía más la expansión de los incendios árticos debido a varios factores:
Por un lado, las medidas de aislamiento favorecen las salidas ciudadanas al campo, con el consecuente aumento de riesgo derivado de barbacoas y otras negligencias.
Por otro lado, los bomberos deberán ajustar el tamaño de sus equipos. Tradicionalmente salían en grupo de 7 u 8 personas y ahora tendrán que ir en parejas o tríos.
Parece que este año tenemos la receta perfecta para una expansión zombi. Como se suele decir, la realidad supera a la ficción.