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Las máquinas todavía tienen mucha medicina que aprender

No hace falta ser un experto en tecnologías sanitarias para entender que vivimos tiempos de grandes cambios. Parte del trabajo de los médicos, como radiólogos y dermatólogos, consiste en interpretar imágenes en busca de algún signo de enfermedad.

Lo nuevo es que hoy muchos creen que sus resultados mejorarían mediante la inteligencia artificial. En otras especialidades, como urología o ginecología, ya se utilizan robots que ayudan en la cirugía de próstata y de útero.

La medicina es, cada vez más, tecnomedicina. Tanto, que en el debate público entre la medicina de palabras y la de máquinas aparecen titulares propios de una novela sobre un futuro distópico: “Las máquinas de Google detectan el cáncer mejor que los médicos”.

De entrada, conviene recordar que el gran impulso a la tecnomedicina viene de la revolución digital.

Hace treinta años, en la Universidad de Alabama, un equipo de físicos y radiólogos del Departamento de Radiología liderados por Gary Barnes y Robert Fraser, diseñaron un prototipo de Radiología Digital. Publicaron un artículo en el que profetizaban sobre el “hospital totalmente digital del futuro”.

Desde entonces, estas técnicas han colonizado gran parte del territorio de la medicina. Hoy se podría decir que se miran la una a la otra, en un equilibrio “inestable”.

Hay muchas fechas que marcan el momento del cambio.

En España, una conjunción desafortunada de circunstancias diversas entró en juego para provocar el giro copernicano. En 2004 se quemó el archivo de historias clínicas del hospital Montecelo de Pontevedra. En 2006 se inundó el del hospital Gregorio Marañón de Madrid. Entonces tomó cuerpo la convicción de que solo había un antídoto: digitalizar.

Es una cuestión más compleja, pero estos sucesos dieron un impulso decisivo.

Miriam Doerr Martin Frommherz

Un futuro de ordenadores con bata

Ahora, la era digital se amplifica con un fenómeno de índole diferente: la inteligencia artificial. Su aplicación en medicina digital busca que los ordenadores ayuden a los médicos, algo que se puede lograr de varias formas:

  1. Encontrar signos de enfermedades en las imágenes diagnósticas.

  2. Operar en el quirófano, local o a distancia, sin cansancio ni temblores.

  3. Combinar la información sobre los pacientes, de tal manera que sea útil para el diagnóstico y la investigación. En otras palabras, big data para el análisis predictivo de grandes cantidades de datos.

Estas propuestas tan atrevidas fueron enunciadas, entre otros, por el profesor Kunio Doi, de la Universidad de Chicago (EE UU). Y fueron, como casi todas las ideas revolucionarias, recibidas con escepticismo. Más aún, sus consecuencias fueron imposibles de entrever. Pero cuando en 1992, en el congreso de Chicago de la Radiological Society of North America, nos encontramos con una puesta en escena tan cuidada por parte de su grupo, fue fácil percibir que las cosas iban en serio.

Durante los años transcurridos desde entonces, el diagnóstico asistido por ordenador ha pasado por distintas etapas. Ha habido también retrasos, buena parte de los cuales han tenido que ver con que el impulso investigador de la primera época no ha tenido quien lo articule desde el plano empresarial.

No se trata solo de que haya habido problemas técnicos de implementación. Es difícil combinar dos lógicas tan diferentes, ninguna de las cuales está en condiciones de sustituir a la otra. Por un lado, la creatividad humana que especula, ensaya, falla y acierta. Por otro, la lógica fría de la máquina que ejecuta y no se cansa.

Tampoco la investigación y los avances en tecnología, que deberían ir encaminados a mejorar la calidad de vida de las personas, expresan siempre los intereses de los ciudadanos. No obstante, algunos de los avances recientes, por su sorprendente desarrollo, despiertan el interés general y seguro que revestirán cierta relevancia.

Las máquinas todavía tienen mucho que aprender

El desafío está en reafirmar una tecnología del bien común para construir una ciudadanía digital. O se establecen prioridades o un conjunto desordenado de buenos deseos abocará a algo que no va a ir en beneficio de los ciudadanos. De modo que, entre los grandes objetivos (robots que nos asombran y máquinas que se entrenan a sí mismas mediante el llamado deep learning), conviene destacar algunas prioridades.

Las empresas y los centros de investigación chinos disputan la hegemonía mundial en estas técnicas a los Estados Unidos. Estos revelan su aspecto más inquietante y apuestan por tecnologías de reconocimiento facial para la vigilancia de la gente. Mientras tanto, en nuestro país sería deseable generar un paradigma diferente: que la actividad innovadora sea social y se desarrolle en torno a problemas específicos.

En temas de salud se me ocurren algunas propuestas que deberían iluminar el camino a recorrer hacia una medicina más preventiva. Por ejemplo, en la detección temprana de enfermedades. También herramientas tecnológicas incluyentes que ayuden a personas con minusvalías y mejoren la calidad de vida de los mayores.

En suma, la medicina hospitalaria siempre ha sido un nicho propicio para la colonización por las máquinas, y el médico un voraz consumidor de tecnología. Es cierto que la inteligencia artificial nos libera de muchas tareas repetitivas, pero no va a sustituir a los profesionales, al menos no en un futuro previsible. En ese sentido, está en pañales.

Como dice la filósofa española Adela Cortina: “En todos los casos el elemento directivo ha de ser la persona humana; de lo que se trata es de cómo orientar el uso humano de estos sistemas para resolver problemas”.

Muchas de las novedades que aparecen con frecuencia en los medios, como el robot cirujano y el minirrobot que va a limpiar las placas de las arterias, están en fase de investigación y no han superado las fases más básicas de validación.

La inteligencia artificial tendrá que desarrollarse mucho más antes de que los robots sustituyan a los cirujanos.

Podemos enfermar tranquilos.

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