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Las noticias son veraces… presuntamente

Los medios de comunicación ponen en circulación representaciones de la realidad que penetran en la cotidianidad diaria y conforman una parte de la experiencia inmediata, pero mediada, que las personas tenemos del mundo exterior. Asimismo, las estructuras comunicativas y, en particular, periodísticas, sus modelos y modos de proceder influyen, y a su vez se ven influenciadas, por la política o los mercados.

Como menciona Mats Ekström, la incidencia de los medios de comunicación es clave para acercarse a la sociología del conocimiento porque los medios contribuyen a modular las concepciones y las percepciones de los ciudadanos como actores políticos.

Es evidente que los medios de comunicación y la profesión periodística están atravesados por los procesos de institucionalización formal, pues están obligados a respetar las normas y las leyes que regulan y normativizan su acción. Asimismo, participan de la esfera de institucionalización informal como vehículos para la difusión de ideas, creencias o valores.

Todo esto comporta que la legitimidad de los medios de comunicación está íntimamente ligada a las pretensiones de conocimiento y de verdad. La legitimación de los medios reposa en el crédito que la ciudadanía concede a aquellos que comunican en su nombre, como los periodistas, en calidad de fuentes confiables de conocimiento. De ahí que el asunto sea epistémicamente relevante.

Presunción de veracidad

Importa preguntar sobre estos mecanismos de producción de conocimiento, en particular de todo aquel conocimiento que se deriva de los informativos. La particularidad de las noticias reposa en un a priori: el oyente o el telespectador dará crédito a las noticias. Confiará en ellas. Cuentan con una presunción de veracidad. Frente a nuestra autoimagen como incrédulos o escépticos irredentos, es más lo que estamos dispuestos a creer de los mensajes vestidos de información que a cuestionar. Manejamos una convicción social compartida con respecto a las noticias, en tanto que descripción fidedigna de la realidad.

Esta convicción también atraviesa a los miembros de la profesión que comparten un conjunto de criterios sobre qué significa transmitir convenientemente una noticia: los hechos y los datos que se quieren transmitir deben contar con razones y buenos fundamentos y, por lo tanto, cumplir con la obligación de expresión o transmisión de los hechos de manera veraz.

Este aspecto vuelve a remitir, sin duda, a la cuestión de la institucionalización. Ahora, a la del marco normativo dentro del cual los comunicadores y periodistas deben ejercer su profesión, algo que se refleja en sus códigos éticos y deontológicos.

Contar con el crédito inicial de los oyentes o telespectadores presenta una variante del principio de credulidad, tal y como lo explicitara el filósofo Thomas Reid (1710-1796). A saber, creer, por defecto, lo que transmiten los periodistas en ausencia de evidencia en contra, pues los medios y los periodistas funcionan como autoridades y, sobre todo, como testimonios.

Esto último es esencial, pues, la relación entre quien ofrece testimonio –testigo– y quienes lo escuchan es asimétrica: el testimonio –comunicador, periodista– sabe lo que el auditorio –público– desconoce y quiere saber. Así, los medios de comunicación y los comunicadores cumplen la función de satisfacer nuestra necesidad de conocimiento de áreas que desconocemos, o aspectos que nosotros no podemos experimentar directamente, y ellos sí (pensemos en los corresponsales en el extranjero).

Además del principio de credulidad, hay otra variable epistémica que desempeña un papel: todo aquello que ignoramos del mundo en el que vivimos. Al respecto, nuestro hoy encaja bien con la paradoja que definió Friedrich August von Hayek (1899-1992) en Los fundamentos de la libertad (1960). Escribía Von Hayek:

“Cuanto mayor es el conocimiento que los hombres poseen, menor es la parte del mismo que la mente humana puede absorber. Cuanto más civilizados somos, más ignorancia acusamos de las realidades en que se basa el funcionamiento de la civilización. La misma división del conocimiento aumenta la necesaria ignorancia del individuo sobre la mayor parte de tal conocimiento”.

Las diferentes revoluciones –técnicas, industriales, médicas, etcétera– sirven para medir este nivel creciente de civilización en la acepción que refiere a los estadios del progreso social, cultural y político de las sociedades. Si miramos a nuestro tiempo presente, se puede afirmar que, colectivamente, la suma de saberes se ha incrementado de manera incontrovertible, aunque, a su vez, topamos con el contrasentido que enuncia Hayek: a mayor conocimiento global, más individualmente ignorantes somos de una parte sustancial de hechos y circunstancias. De ahí esa irremediable confianza en los testimonios, llamémosles expertos.

Una parte de esos expertos son los periodistas que nos informan de lugares o hechos que no podemos experimentar ni acceder a conocer de primera mano. Esta situación es inevitable y, en consecuencia, es casi ineludible tener que confiar a menudo en la especialización que alguien tiene sobre una materia sobre la que nosotros sabemos poco o nada. Otra cosa es hasta qué punto ponemos barandillas que limiten que caigamos en la gran credulidad, en extender demasiado la presunción de fiabilidad que damos a la información que consumimos.

Andrea Devia-Nuño / TELOS

Engaños y fraudes en el ejercicio del periodismo

Siempre es prudente hacer un ejercicio autónomo de contraste. En la medida de lo posible, deberíamos intentar prepararnos intelectualmente y adquirir la información suficiente para comprender los hechos de nuestro mundo de la manera más máximamente fehaciente y contrastada. En caso contrario, puede suceder, y no sin gran decepción, que ciertas narraciones de los medios que pasan por veraces lo sean engañosamente para el receptor.

La historia del periodismo contemporáneo está jalonada de este tipo de engaños y fraudes que, incluso, tiene su propio concepto –el amarillismo–. William Randolph Hearst (1863-1951), el magnate dueño de una cantidad ingente de diarios –Chicago Examiner, The Washington Times, The San Francisco Examiner– e inventor de revistas sectoriales como Cosmopolitan o Harper’s Bazaar, inmortalizado como megalómano en el filme de Orson Welles (1915-1985) Ciudadano Kane (1941), es conocido por la astucia de sus manipulaciones e invención de hechos que incidieron en capítulos significativos de la historia.

En nuestro contexto es relevante por haber puesto toda la maquinaria de la prensa, junto con otro conocido nombre del mercado periodístico, Joseph Pulitzer (1847-1911), en la significación que tuviera la explosión, desde dentro de la carbonera del acorazado estadounidense Maine en el puerto de la Habana el 15 de febrero de 1898, que él difundió como ataque directo de España a Estados Unidos.

Su apoyo a la independencia cubana no respondía a principios o ideales políticos, sino a favorecer que la llamada guerra hispano–estadounidense o, también, The Hearst War (“La guerra de Hearst”), desbrozara el camino para que Estados Unidos se anexionara Puerto Rico, Filipinas y otros territorios previamente españoles.

Las medias verdades de Kapuściński

Ryszard Kapuściński (1932-2007) es otra figura que, al parecer, confundía hechos, lanzaba medias verdades y, sobre todo, jugaba muy bien con la presunción de credibilidad pública.

La conocida frase que se le atribuye –“Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”– es un excelente eslogan moralista y gremialista. Es, también, claro, una proposición falsa. Sus obras son referencia de estantería de librerías y, para muchos lectores, la ventana de acceso al continente africano sobre el que parece que más que realidades, expandió fábulas sobre una inexistente África o distorsiones de sus líderes, población y mandatarios.

John Ryle (1952-) explica que lo que el periodista polaco relataba estaba en el dominio del mito y de la alteridad prescrita. Proyectó la imagen de un continente analfabeto, sin voz ni respuesta: “Aquí, los hechos ya no son sagrados; el autor Kapuściński juega entre los matorrales de fantasmas, libre de opinar y generalizar sobre África y lo que es africano –o, simplemente, inventando cosas– sin críticas de académicos, nativos o autoproclamados guardianes de la facticidad”.

Este tipo de invenciones y embustes que se aprovechan del principio de credulidad y, también, de todo aquello que, irremediablemente, desconocemos, tienen consecuencias para el público receptor, para el trabajo de los periodistas y, en definitiva, para su funcionalidad institucional como difusores de formas de conocimiento válidas. Subvierten la confianza en la labor de los periodistas.

Por otro lado, es indudable que la tarea de los periodistas se encuentra emparedada entre el conflicto de los intereses económicos y el riesgo de dejarse instrumentalizar por gobiernos, partidos políticos y lobbies, o marcos legislativos que, en nombre de la protección de la seguridad nacional, hacen angosta la libertad de prensa y el derecho a la información.

Es relevante fijarse en que el artículo 20 de la Constitución Española (1978), que reconoce la libertad de información, de carácter bidireccional –derecho a comunicar o recibir información veraz– se sustancia en una veracidad subjetiva, pues lo que se puede reclamar a los periodistas es diligencia y contrastación de la información adecuada a la noticia y a los medios de los que dispone y, en ningún caso, en la de su imposible verdad objetiva. Filosóficamente, la clave está en tratar de entender qué sea tal la veracidad.

El pensador inglés Bernard Williams (1929-2003) la definió como la combinación de precisión y sinceridad: sinceridad porque implica que las personas dicen lo que creen que es verdadero, es decir, aquello en lo que creen; la precisión porque supone preocuparse de la fiabilidad para descubrir y llegar a creer la verdad como coherencia entre el mensaje y los hechos, a los cuales este remite.

En caso contrario, y como expresara Williams, quizás todos los agentes implicados –periodistas, medios, espectadores y oyentes– jugamos a disimular que hemos pactado ser parte de un contrato social dispuesto entre engañadores y engañados. Sin duda, el principio fugaz de la cotidianidad, el motor inercial de todo lo que llega y pasa constantemente ante nuestros ojos –o ante estos frente a la mampara de nuestros terminales audiovisuales–, estimula nuestra incredulidad crédula.


Una versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.


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