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Ramo de flores en coche fúnebre. Pixabay / keesluising

No hay luto en los tiempos de COVID-19

¿Se imaginan un país en el que, tras una catástrofe como un terremoto o un tsunami, con miles de muertos, en los medios de comunicación no hubiese ni una sola imagen del desastre? Esta es, sin duda, una de las consecuencias de plantear como una guerra una crisis epidémica.

La declaración de pandemia provocada por la extensión del COVID–19 se ha visto acompañada de un notable uso del lenguaje bélico.

El control de la epidemia se ha presentado como un obligado combate entre un involuntario ejército, la humanidad, y un ejército invasor, un coronavirus. Un enemigo que ha sido construido al ritmo en el que los principales efectos de la enfermedad se hacían presentes en la vida cotidiana. Un adversario contra el que se pide sacrificios y se plantea una lucha sin tregua para la que, incluso, hemos designado a nuestros héroes. Sin embargo, como en tantas otras guerras, la valentía y la virtud de la lucha no conocen el coste humano del conflicto. Más allá de las cifras que diariamente se presentan, en los medios de comunicación no hay muertos. No hay enfermos. No hay duelo.

Las televisiones dan voz a los testimonios de sanitarios, muestran enfermos recuperados e insisten en la creatividad lúdica de los balcones. Sin embargo, los caídos han desaparecido.

Una ausencia que puede responder a diversos motivos. Desde el valor informativo que los medios consideran que pueden tener, qué aportan a las noticias sobre la epidemia, hasta la relación de las mismas con la atribución de responsabilidades a los gobiernos implicados (accountability).

Los caídos en tiempos de guerra

Los estados en guerra, sobre todo a partir de la I Guerra Mundial, aplican a su comunicación lo que se conoce como propaganda. Un modelo integral en el que todo queda bajo el control de las autoridades. Qué comunicar y cómo comunicarlo, con plena uniformidad. Por supuesto, la propaganda, tal y como se desarrolló durante los conflictos mundiales, o lo hace en los estados autoritarios o totalitarios, no tiene lugar en democracia. A pesar de ello, presentar el control de la epidemia como un escenario bélico ofrece ventajas a la hora de gestionar la comunicación.

Siguiendo con el ejemplo bélico, una de las ventajas que proporciona la propaganda es la censura. Lo es porque es capaz de limitar la información que circula, tanto en el frente como en la retaguardia. Respecto a esta última, el objetivo principal es mantener la moral alta. Los que se quedan en casa deben seguir produciendo en la reorganizada economía de guerra, financiando la campaña militar mediante la compra de bonos y, dependiendo de la edad, alistándose para combatir.

Durante estos períodos, el control de la información intenta minimizar los efectos negativos que en la retaguardia pueden provocar los desastres de la guerra. Emociones como la desesperanza, la desolación o cualquier otro sentimiento negativo podrían afectar al apoyo que la población civil debe dar a la causa, al cumplimiento de los sacrificios que se le han requerido. Algo de lo que, con bastante diligencia, se han ocupado los gobiernos durante los conflictos bélicos aplicando rigurosos sistemas de censura. Las trincheras, el campo de batalla, los ensangrentados hospitales de campaña, etc., las imágenes del coste humano, quedan excluidos del menú informativo de los ciudadanos. Una limitación informativa que entra en conflicto con la libertad de prensa y la autorregulación del sector mediático.

La opinión pública en tiempos de guerra

Cuando la retaguardia se transforma en opinión pública –probablemente nunca deja de serlo–, la gestión de la comunicación que efectúa el gobierno resulta fundamental para mantener el apoyo a la causa. Aunque el apoyo inicial de la ciudadanía depende de la percepción del éxito que se va a obtener, el número de víctimas tolerables (el coste humano que es capaz de asumir la sociedad como razonable) desempeña un papel fundamental en la aprobación de la gestión del gobierno (como responsable máximo). La pérdida de la confianza no solo debilita a las autoridades, también disminuye la aprobación a las medidas más exigentes que han sido requeridas para obtener la victoria.

A pesar de los efectos negativos que tiene el número de víctimas, los gobiernos deben comunicarlo. Por este motivo, recurren a dos estrategias. En primer lugar, presentan las cifras de una manera aséptica y lo más deshumanizada posible (se priva a los caídos de su historia) y, en segundo lugar, se recurre a lo que se conoce como «conventionalized images». Imágenes oficiales que muestran solo aquello que se considera tolerable para mantener altos los índices de aprobación, por ejemplo, las salvas de honor en un funeral de Estado. Una solemnidad que dignifica un sacrificio que puede verse cuestionada por las «unconventionalized war photographs». Es decir, por las imágenes obtenidas fuera del circuito oficial y publicadas por los medios de comunicación en virtud de su criterio informativo y no del interés general ordenado por las autoridades. Unas imágenes que pueden afectar a la aprobación de la gestión de los gobiernos (aunque el sesgo partidista puede tener un efecto corrector).

La popularidad de los líderes en tiempos de guerra

La popularidad de una guerra, la adhesión de la ciudadanía a la causa, se relaciona directamente con el índice de aprobación de los líderes al frente del gobierno. Una relación aparentemente asimétrica en la que, cuanto mayor es el coste, menor es el apoyo. Una causalidad que se deriva de la atribución de responsabilidades (accountability) por haber superado el coste admisible. Por ejemplo, en los EEUU, desde la II Guerra Mundial, y con Roosevelt como excepción, todos los presidentes han visto como las guerras que tenía lugar bajo su administración afectaban a la valoración de su liderazgo.

Por este motivo, especialmente por el impacto negativo que en la opinión pública tuvo el desfile televisado de los ataúdes de los cadáveres repatriados durante la guerra de Vietnam, los gobiernos impusieron una censura informativa a las actividades del ejército. Un cerrojo, más o menos eficaz, que fue abierto por distintos medios de comunicación, bajo el amparo de la Freedom of Information Act (Acta Federal de Libertad de Información), cuando en 2003 lograron publicar las fotos de los ataúdes repatriados desde Afganistán en la base militar de Dover (Delaware).

Ciudadanos que pierden la fe en sus gobiernos

Aunque George W. Bush superó el Dover Test y fue reelegido para su segundo mandato, lo cierto es que el coste político más elevado de la guerra parece relacionarse, al menos en los sistemas democráticos, con las elecciones. El modelo de examen favorito de unos ciudadanos que, a veces, pierden la fe en sus gobiernos. Si el número de bajas se incrementa, si la ciudadanía percibe que es intolerable, pueden reexaminar la competencia de su gobierno en todo lo que se relaciona con la gestión de la crisis (economía, medidas sociales, sanidad, seguridad, etc.). Probablemente por este motivo, algunos líderes han anticipado este riesgo. Así, por ejemplo, Boris Johnson anunció en el arranque de la crisis que «many more families will lose loved ones before their time», o Donald Trump ha fijado la cifra de 100000-200000 muertos como un éxito en la batalla con el coronavirus.

Plantear la epidemia de la COVID–19 como una guerra, aunque esta sea obligada por la emergencia sanitaria, genera las mismas reglas que un contexto bélico. Un escenario en el que no hay duelo porque podría afectar a la moral de la retaguardia confinada, pero también porque podría completar la ecuación que se emplea para juzgar el desempeño de los gobiernos en tiempos de guerra. Un riesgo evidente que se deriva del abuso de la escenografía bélica.

No obstante, también hay espacio para la victoria. Aquella que tiene lugar tras los sacrificios y en la que parece que todo va ir bien para el gobierno victorioso. Sin embargo, no hay que olvidar la máxima que siempre nos recuerda que Winston Churchill ganó la guerra, pero perdió la paz. Cosas de la fidelidad del electorado, aunque años más tarde ocuparía nuevamente el 10 de Downing Street.

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