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¿Son compatibles la explotación y la conservación de la naturaleza? Un debate con 175 años de historia

Mientras escribía estas líneas se debatía en Dubái, por vigesimoctava vez, cómo hacer frente al cambio climático. La Conferencia de las Partes de este año (o COP, por sus siglas en inglés) se ha desarrollado en un país que vive del petróleo y que muestra una de las mayores emisiones per cápita. Además, estuvo presidida por un petrosultán, es decir, un representante de la principal industria causante de la grave crisis ambiental que las COP, en teoría, pretenden resolver.

Pero lejos de los focos, del marketing ambiental y de la atención mediática, un grupo de ingenieros inició hace 175 años una silenciosa revolución verde para aunar la conservación con la explotación racional de los recursos naturales. En este artículo recordamos cómo nació la ciencia forestal moderna en España, así como la evolución que ha sufrido y su situación actual.

Degradación ambiental en el Mediterráneo

El uso y la explotación de la naturaleza en el mundo mediterráneo cuenta con milenios de historia, pero este aprovechamiento no siempre fue racional. España, por ejemplo, llegó al siglo XIX mostrando graves problemas de desertificación resultantes de un sobrepastoreo secular, de la creciente necesidad de tierras agrícolas, de leñas y de carbón, y del hambre insaciable que muestra la voraz industria de la guerra.

La expansión de las arideces era tal que amenazaba el sustento de una población creciente. Y de ahí surge la necesidad de regenerar los bosques y de sentar las bases científicas para su aprovechamiento sostenible.

La Escuela de Especial de Ingenieros de Montes ocupó hasta 1869 el castillo de Villaviciosa de Odón (Comunidad de Madrid). Dirección General de Turismo / Comunidad de Madrid., CC BY

Para suplir esta carencia se establece, en 1848, la primera escuela de ingenieros de montes del mundo hispano en Madrid. Una escuela que buscaba dar respuesta a la necesidad de una ciencia forestal, la dasonomía, para la restauración, conservación y aprovechamiento sostenible de los montes. La expectación social que generó fue tal que incluso Galdós quiso registrarla en sus Episodios Nacionales.

Tal vez la primera misión de gran calado tras el establecimiento de la nueva titulación, desarrollada en 1855 a través de la Junta Facultativa del Cuerpo de Ingenieros de Montes, fue la publicación de un informe que buscaba proteger muchos bosques de la privatización promovida por Pascual Madoz, a la sazón ministro de Hacienda. Estamos hablando de las famosas desamortizaciones decimonónicas, que subastaban terrenos públicos.

Conservar fomentando el sector primario y los bosques públicos

La Junta de Montes propuso la gestión pública de gran parte de los bosques porque consideró que los intereses privados no siempre eran compatibles con la preservación de los ecosistemas forestales. Son muchos los estudios publicados sobre las consecuencias negativas de la desamortización, de las que se beneficiaron los de siempre en perjuicio de los más humildes.

Destacaremos aquí un aspecto positivo, fruto de los esfuerzos de la Junta de Montes y sus sucesores: el desarrollo del Catálogo de Montes de Utilidad Pública. Este instrumento sirvió para exceptuar a más de cinco millones de hectáreas de bosques públicos de la desamortización.

Dicho catálogo se puede considerar una de las primeras políticas modernas para la conservación de la naturaleza basadas en principios científicos. No busca penalizar el uso productivo del monte, sino congeniar la explotación sostenible con el buen estado de salud de las masas forestales, que fomente la fertilidad del suelo, la regulación hídrica y un largo etcétera.

Todavía en la actualidad los bosques catalogados constituyen una de las principales herramientas para la gestión y preservación de los bosques públicos.

Conservar fomentando el sector terciario

Si la conservación hasta ese momento se había preocupado por preservar ecosistemas y desarrollar métodos contrastados que asegurasen su aprovechamiento sostenible, una nueva corriente finisecular se fijó más en algunas especies o formaciones geológicas concretas, generalmente las de mayor tamaño y vistosidad. Así, auspiciada por el senador conservador Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós, marqués de Villaviciosa de Asturias, y con el apoyo de sectores progresistas dentro de la Real Sociedad Española de Historia Natural, se aprobó la Ley de Parques Nacionales en 1916.

Este modelo de conservación seguía el ejemplo de Yellowstone, el primer parque nacional del mundo, y buscaba eliminar la presencia del hombre como agente que modela, vive y forma parte del ecosistema, y sustituirlo por élites acaudaladas que lo visiten los fines de semana.

En Norteamérica se deshicieron de los indios que habitaban Yellowstone con rifles. Ese método no se podía emplear en España, por lo que se prometió a las poblaciones locales, cuyos derechos de aprovechamiento habían sido limitados, una compensación derivada del turismo.

¿Es negativa la explotación del monte?

En la actualidad el modelo americano basado en la implantación de parques y reservas es el más expandido. Sus defensores tildan de “utilitarista” la visión desarrollada en 1848, en un aparente intento por demostrar que su aproximación a la conservación es más “pura” (en los parques nacionales no se busca el aprovechamiento). La realidad es que las reservas naturales fomentan el turismo, y la promoción del sector terciario no es más ni menos legítima que la del primario.

El modelo basado en reservas, además, se ha criticado por su carácter neocolonialista. Las limitaciones a la producción local implican la necesaria importación de recursos de otras zonas del mundo, como los países del sur global. Cabe recordar también que el turismo de montaña está promoviendo la gentrificación en distintas zonas de Europa. Sea como fuere, la tensión que se ha establecido entre los diferentes sectores y formas de entender la conservación no es deseable.

Despido este artículo con la visión que propone el influyente libro Biodiversity, editado por Edward O. Wilson (también conocido como “el padre de la biodiversidad”), sobre cómo preservar la biodiversidad en el Mediterráneo. Aunque citadas en el libro de Wilson, estas palabras en realidad pertenecen al eximio ingeniero de montes español Juan Ruiz de la Torre:

“La región mediterránea ha estado notablemente influenciada por la acción humana y sigue siendo muy rica en especies. Muy pocas de estas especies pertenecen a la vegetación climácica que no ha sido perturbada en mucho tiempo. La mayoría corresponden a estados que están afectados por la explotación natural o artificial, y deberían ser preservados bajo tales condiciones”.

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