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¿Vulnerables o presumidos? Intimidad en redes sociales confinadas

El aislamiento social ha invadido nuestro inconsciente. Soñamos con el coronavirus, con contagiarnos. Con estar rodeados de gente irresponsable que sale a la calle en masa, sin respetar las distancias adecuadas. Eso nos duele porque desvaloriza nuestro esfuerzo personal, nuestros sacrificios, nuestro moralismo. Desde mucho antes del inicio de la “operación desescalada”, la vuelta a las calles nos inquietaba.

“Etiquetas”

Es difícil pasar de lo individual a lo colectivo sin contextualizar y valorar los riesgos de usar términos que tienen distintas connotaciones para cada persona.

Por ejemplo, la palabra “crisis” es lo suficientemente amplia y borrosa como para abarcar todas las crisis que experimenta cada uno de nosotros en nuestro día a día durante la cuarentena. Sin embargo, desde los discursos biomédicos hasta los políticos, se hacen constantemente referencias a los efectos que va a tener esta “crisis” del coronavirus.

Otro caso similar de este uso del lenguaje ordinario y hasta carente de significado es el término “estrés postraumático”, al que apelan psicólogos y periodistas para proyectar al futuro aspectos reducidos de un panorama de efectos que se van a manifestar. Aparte de anticipar el estrés que vendrá después del trauma, antes siquiera de vivirlo, nos reducimos socialmente a diagnósticos que pueden tener muchos más matices.

Archivos de vacaciones

Parece curioso cómo esta reducción en los usos del lenguaje, además de universal, es también muy patente en las publicaciones en las redes sociales. Muchos usuarios de Instagram, en vez de compartir su confinamiento y el dolor que le acompaña, han optado por rescatar del olvido fotos antiguas. Así, la nostalgia por los tiempos pasados se supone que nos recuerda de forma colectiva la importancia que tiene vivir en el momento y tomar contacto con vivencias esenciales, como estar fuera de casa.

No es casual que sea casi la única plataforma que se resiste a aceptar la nueva realidad social que ha supuesto el confinamiento. En Facebook, LinkedIn y Twitter se reflejaron temprano las consecuencias del coronavirus. Las aplicaciones de ligue como Tinder han informado a sus usuarios de la importancia de la responsabilidad.

Una especie de pacto social no formulado, pero sí respetado, parece haber conquistado el imaginario instagrámico. Allí, la adaptación se ha mostrado como negación. Como anhelo de invisibilizar el duelo y atacarlo con vídeos en directo de pilates y guitarra, recetas de cocina y preguntas y respuestas sobre estética.

Si alguien entra en su perfil de Instagram, probablemente note en la sección de historias un aumento de reproducción de memes y contenidos de otros usuarios. En la sección de publicaciones, mayoritariamente fotografías de vacaciones del verano pasado, imágenes de exteriores. En definitiva, un deseo de regresar a una situación anterior, no tanto desde la miseria del presente, sino como si de manera ilusoria se siguiera disfrutando de esas vacaciones del verano pasado.

Intimidades crueles

¿Cómo ha afectado el encierro al sentido que le damos a la intimidad dentro de las redes sociales? La socióloga Eva Illouz ha realizado reflexiones integrales sobre la psicologización de la vida afectiva, particularmente en los ámbitos digitales, poniendo el foco en la aplicación de términos comerciales en estos espacios de reinscripción corporal.

Jugando en los mercados de las identidades digitales, la incertidumbre se tiene que moldear y transformar para que se tolere. Lejos de incitar reflexiones profundas entre nosotros, nos es más conveniente instaurarnos en la competición y queja, machacarnos con ideales de vidas perfectas y personalizar problemas que en realidad no son particulares, sino estructurales.

En Cruel Optimism, Lauren Berlant reflexiona sobre la fuerza con la que ciertos ideales inalcanzables restringen nuestros sueños y propósitos más íntimos, sin que nos demos cuenta de ello. Esa fuerza es persistente y parece incluso productiva: yo también puedo ser tan positivo ante el confinamiento como los demás. Puedo sacar lemas, transmitir mi buena fe, silenciar mi miedo y sonreír, porque toda esta experiencia es transitoria y no tiene por qué dejarme huella alguna. El acto de huida constante a lugares fantaseados valida ese optimismo cruel, puesto que, como un parche, nos permite escapar no de la situación, sino de nosotros mismos. ¿Se debe quizá a que está mal visto socialmente abrazar nuestra vulnerabilidad y nuestra interdependencia?

Tradicionalmente considerada un atributo femenino, la vulnerabilidad es una señal de fracaso, un sinónimo de derrota, o incluso de impotencia. Quitando a quienes han conseguido hacer de su vulnerabilidad un éxito social a través de canales mediáticos, abrazar los sentimientos negativos en términos de publicidad no parece ser una estrategia particularmente recomendable. Evitar revelarnos es mucho menos difícil y costoso que exponernos, y esto nos convierte sin duda en sujetos cuya premisa de existencia es la huida infinita de la incertidumbre.

Mientras tanto, seguimos con la misma preocupación: cuando parece que le gente sueña con la libertad, con el mar, con el reposo vacacional, ¿por qué nosotros soñamos con contraer la enfermedad? Y dado que no somos los únicos que sueñan con esto, ¿qué fantasía inconsciente se activa a través del miedo al contagio? El contagio soñado es el factor de la inseguridad puesto en escena. No existen todavía dispositivos tecnológicos que visualicen dónde está el virus, para poder evitarlo deliberadamente. Por ello, tenemos que lidiar con el desconocimiento de si hemos contraído la enfermedad durante nuestra última salida de casa, o no.

De esa manera, el sueño se convierte en el único momento del día en el que no podemos huir de esa posibilidad de contagio. Es la ventana que se nos abre forzosamente hacia la experimentación con la inseguridad. En definitiva, es nuestro único contacto inevitable con nuestra vulnerabilidad.

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