Casi el 5 % de las caídas, la primera causa de accidente en el adulto mayor, vienen acompañadas de una fractura ósea. La gran mayoría de ellas (en torno al 80 %) ocurren en personas mayores de 75 años, predominantemente mujeres.
Esta condición suele acompañarse de estancias hospitalarias próximas a las dos semanas. Entre las posibles consecuencias no solo está la incapacidad que el contexto genera en los pacientes, que culmina en la institucionalización de un 25 % de los mismos; también en una elevada mortalidad (10 % en el primer mes y 30 % en el primer año).
Estas cifras, en un panorama de envejecimiento real que está viviendo la población, muestran que aplicar acciones preventivas de situaciones similares es un eslabón olvidado en los programas de salud. Es una condición que no duele, que no acerca al sistema sanitario a los posibles pacientes y que cuando aparece ya es “tarde”.
Es cierto que actualmente existen muchas herramientas terapéuticas farmacológicas. Pero, viendo los resultados, ¿son suficientes? Podríamos afirmar que no, y no por ello estar diciendo que no fueran útiles.
En este sentido, el uso del ejercicio terapéutico cobra especial relevancia. Sabemos que se utiliza, pero podríamos hacernos la misma pregunta: “¿Es suficiente?”. Quizás la respuesta también sería similar. Aquí, sin embargo, podríamos ser más críticos y cuestionarnos si el ejercicio que se realiza es el adecuado.
El ejercicio como prevención a las fracturas provocadas por las caídas
Los ejercicios más habituales que se prescriben al adulto mayor se centran en la resistencia y el ejercicio aeróbico. Por ejemplo, paseos diarios continuos y largos. Quizás ahí está la carencia.
Como aspecto curioso, en muchas ocasiones la principal recomendación de ejercicio es en una piscina, a través de actividades acuáticas. Revisando la bibliografía al respecto, se puede afirmar que los deportistas de estas disciplinas son los que menor densidad mineral ósea tienen. Por tanto, es cierto que ese tipo de actividad puede mantener al paciente con movilidad. Ahora bien, ¿le ayuda a recuperar o al menos mantener su densidad mineral ósea?
Un programa de ejercicio en el adulto mayor debería estar compuesto de ejercicios de resistencia, de fuerza, de equilibrio y de flexibilidad.
Empecemos por la última, la flexibilidad. En muchas ocasiones buscamos que el paciente mejore sus niveles de fuerza, pero su fuerza puede ser más eficiente si las resistencias en contra son menores.
Con programas de movilidad y flexibilidad se consigue una calidad de movimiento mayor. El motivo es que las resistencias son menores y, con la misma fuerza, se es más ágil. Desde el punto de vista emocional, este primer aspecto favorece la realización de ejercicio: el sujeto nota una mejora en su independencia. Con ello, se anima a practicarlo con mayor frecuencia.
Pero ¿qué sucede con el equilibrio y la estabilidad?
Si queremos conseguir un paciente activo y comprometido con su salud, que salga a caminar o realice ejercicios de fuerza, pero su equilibrio se lo impide, ¿conseguiremos los mismos resultados?
La respuesta es clara: no. Por ello, se deben poner en valor las actividades que le ayuden a mejorar esta habilidad en todas sus variantes. Desde el control postural en bipedestación (sobre las dos piernas) hasta en apoyos monopodales (sobre un pie) y bipodales (sobre dos pies). Tanto en superficies estables como inestables e incluso en sedestación (sentados).
Más estabilidad será sinónimo de seguridad, siendo más fácil afrontar los ejercicios de fuerza y resistencia.
La importancia de la fuerza
El objetivo sigue siendo que el paciente logre evitar las caídas. Para ello, en el momento crítico necesita hacer un movimiento rápido, que frene todo el peso de su cuerpo. Aquí entra en juego la potencia, la máxima fuerza a la máxima velocidad. Es precisamente a esta condición del ejercicio a la que la literatura científica atribuye el beneficio de mejorar o mantener la densidad mineral ósea.
El adulto mayor, debido al envejecimiento, pierde masa muscular (sarcopenia). Esto hace que, para poder desarrollar la potencia, necesite que su músculo no pierda o incluso gane algo de volumen (hipertrofia).
Sin un músculo resistente, que pueda hacer muchas repeticiones de un ejercicio y estabilizar una articulación para evitar compensaciones y malas posturas y gestos, todo lo anterior sería una utopía. De ahí que establecer programas de ejercicios de fuerza, abarcando todas las condiciones de la misma, sea más que necesario.
Turno del ejercicio aeróbico
Es el momento de dar respuesta a la reflexión inicial: ¿es realmente el ejercicio aeróbico el adecuado en este contexto?
Si frente a nosotros tenemos un adulto mayor en quien queremos reducir la posibilidad de caídas y sus consecuencias y le recomendamos caminar sin tener una movilidad fluida, estabilidad y respuesta ante ellas, con poca masa y resistencia muscular que le permita disfrutar de paseos largos y continuos, ¿conseguiremos que valore el ejercicio y le guste?
Ahora sólo queda lo más importante, educar al adulto mayor en el ejercicio y la vida activa. Un ejercicio, eso sí, completo; que le ayude a conseguir esa cualidad tantas veces nombrada en estas líneas.
Un paciente con osteoporosis no entenderá el beneficio del ejercicio en esa masa ósea que no ve, que no siente. Sin embargo, sí entenderá esa píldora que es el ejercicio a medida que se sienta más seguro, independiente y ágil. Con más años, pero no más “mayor”.