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Coronabulos, conspiranoia e infodemia: claves para sobrevivir a la posverdad

Nunca antes nuestra dependencia de los medios digitales había sido tan evidente como durante la actual crisis sanitaria. El confinamiento y la necesidad del distanciamiento entre personas físicas nos empuja a trasladar los contactos sociales al mundo virtual. Internet ha invadido nuestras vidas de manera ya irreversible. El mundo digital se ha convertido en una parte integral de nuestro mundo de la vida.

Nos protegemos del contagio comunicándonos a través de dispositivos digitales, pero ahí paradójicamente nos encontramos con una amenaza viral que traspasa las pantallas y afecta las mentes de los usuarios: los bulos, las fake news y las teorías de conspiración que menudean en ese entorno. Al igual que los virus biológicos, tienen sus propias vías de transmisión, sus huéspedes asintomáticos que actúan como distribuidores inocentes y sus supercontagiadores. Su distribución en la red se rastrea y se calcula mediante los mismos modelos epidemiológicos. Se pone así en evidencia el inquietante ritmo de propagación en este ecosistema digital con el que ningún virus biológico puede competir. La crisis de COVID-19 es un caldo de cultivo ideal para la desinformación. Así, coronabulos, conspiranoia e infodemia se han convertido en palabras clave de un mundo pandémico.

Cámaras de eco y filtros burbuja

En principio, las fake news no son más que la variante digital de los bulos de toda la vida: desinformación vertida en redes sociales con la intención de causar incertidumbre, distorsionar la visión de la realidad y vender ideologías o productos.

Lo novedoso consiste en que el propio diseño de las plataformas a través de las cuales se difunden asegura su proliferación mediante algoritmos que producen efectos como cámaras de eco y filtros de burbujas. Su propagación masiva contribuye a la solidificación de nuevos criterios, de un cambio furtivo de la racionalidad y del sentido común, de lo que nos convence y parece creíble. Los límites entre lo real y lo virtual, entre el hecho y su interpretación, entre verdad y mentira, se desdibujan.

Están surgiendo nuevas reglas de discurso, una retórica que se basa en estrategias escépticas y relativistas y que mide todo en términos cuantitativos. Jugando con miedos y prejuicios latentes, estas estrategias socavan el fundamento de nuestro conocimiento. En una cultura donde la opinión pública está dominada por referentes sociales, los denominados influencers, que dependen de emocionales likes, las puertas al populismo y la manipulación están bien abiertas.

¿Estamos entonces en el camino hacia una sociedad entregada a la posverdad, impregnada de odio y miedo, de escepticismo y desconfianza, de tal manera que cualquier debate cuidadoso, crítico y equilibrado se hace imposible?

El componente deliberativo inherente a cualquier democracia que se precie necesita ciudadanos autónomos, bien informados, críticos y responsables, pero el ciudadano digital está en camino de perder precisamente estas virtudes. Las redes sociales han contribuido a la extrema fragmentación ideológica de la esfera pública. Se han creado universos políticos en paralelo de tal manera que los simpatizantes de diferentes partidos políticos están percibiendo ahora realidades diferentes.

La lógica de la publicidad entra cada vez más en las tácticas políticas convirtiéndolas en estrategias de marketing y aprovechándose de mecanismos psicológicos que producen perspectivas sesgadas. Sesgos cognitivos como el sesgo de confirmación, la polarización de grupo que radicaliza las opiniones, los efectos de repetición o la excitación afectiva alimentan así una serie de falacias informales que inhiben el razonamiento crítico.

Pintada fotografiada en la calle del Carmen de Madrid el 26 de mayo de 2020. Juan Carlos Velasco, Author provided

La mirada de la ciencia

Ante la amenaza vital de la epidemia –y con ese trasfondo político– todas las miradas se fijan en la ciencia. En medio de la incertidumbre, ciudadanos y gobernantes demandan certezas inmediatas, que nos guíen a través de la crisis sanitaria, económica y social. Pero la investigación científica no es inmediata, sigue sus propios ritmos que son imprescindibles para mantener los estándares y garantizar su fiabilidad.

La imagen que los ciudadanos tienen de la ciencia ha cambiado notablemente durante esta crisis. En cierto modo, concuerda más con las características propias de la práctica científica. La ciencia no produce verdades últimas, sino sólo permite, que no es poco, un manejo racional, riguroso y metódico de las incertidumbres que surgen de la interacción con nuestro entorno. Todo conocimiento empírico es necesariamente falible, y este falibilismo es cardinal para la dinámica de las teorías científicas.

El conocimiento científico siempre es susceptible de ser corregido; aunque esté bien fundamentado, no deja de ser en cierto modo provisional. Esto no significa para nada que las recomendaciones de los expertos no sean fiables, pero sí que su credibilidad depende de mecanismos de control establecidos por la comunidad científica. Pero lo que constituye la mayor fortaleza de la ciencia, la permanente revisión, se interpreta como debilidad y se convierte en un magnífico pretexto para que autoproclamados expertos lancen auténticas campañas de desprestigio y pongan en duda las recomendaciones científicas. A estos pretextos se les añade la acusación de elitismo que algunos vierten sin pudor sobre la autoridad atribuida a los científicos.

Sin embargo, los mensajes de desinformación no alcanzarían credibilidad si no estuvieran sostenidos por sistemas de creencias cultivados en ciertos círculos, lo que explica la perfecta simbiosis entre bulos y conspiranoia. Por más absurdas que nos parezcan las teorías de conspiración, son las que proporcionan el horizonte ideológico para la credibilidad de muchos de los bulos.

Actuar, pensar y hablar en coherencia con el denso entramado de creencias y convicciones es precisamente lo que se considera razonable, lo que conforma el sentido común. Tales sistemas de creencias nos proporcionan el criterio para distinguir entre lo verdadero y lo falso. Sólo dentro de ellos existe el error y el acierto, así como una dinámica interna que incluye la posibilidad de corrección. Pero justo allí se hace evidente la particularidad de las creencias conspiranoicas: el empleo de estrategias de autoinmunización propias de algunas corrientes filosóficas de inspiración escéptica.

Estrategias lesivas y remedios posibles

A diferencia de las convicciones e hipótesis científicas, estas teorías son infalibles porque se hacen inmunes ante cualquier crítica. Todo lo que se dice en contra no hace nada más que confirmar la sospecha de conspiración, control y engaño. Por esta razón, los procedimientos de bloquear estos mensajes o marcarlos como desinformación, probados por plataformas como Facebook, han tenido efectos limitados e incluso contraproducentes.

La alternativa sería aprender a vivir con este clima de desconfianza o hallar nuevas formas de contrarrestar la indiferencia a la verdad que produce. Algunos filósofos llaman a la calma ante la intoxicación digital masiva y confían en la fuerza reguladora de un entorno de pluralismo garantizado. De todas formas, me parece que no deberíamos descuidar una tercera vía, más allá de los mecanismos de control externo o de autorregulación: la vía de la concienciación, de fomentar la cohesión social y apelar a la responsabilidad de cada uno.

Tenemos que volver a consumir noticias de forma pausada, con más cautela ante lo sensacional, y sobre todo contrastando la información en distintas fuentes. Sea cual sea el camino que elijamos, tenemos que tener claro que la distinción entre verdad y mentira es una condición básica de la comunicación. En el momento en que la mentira ya no es una excepción en la comunicación, ésta se paraliza. Cuando desaparece el sentido de la distinción entre hechos y ficción, desaparece también el mundo común en el que conviven políticamente personas con puntos de vista diferentes y a pesar de sus opiniones opuestas.

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