Los lípidos, un grupo muy heterogéneo de biomoléculas, se conocen fundamentalmente por ser componentes de las membranas biológicas y un reservorio de energía. Sin embargo, en los últimos años se ha visto que estos compuestos realizan muchas más funciones de las que se creía y que intervienen en múltiples procesos fisiológicos y patológicos de las células.
Un ejemplo claro son los plasmalógenos, un tipo muy particular de fosfolípidos que contienen un enlace químico único –llamado vinil-éter– que les confiere propiedades especiales. Estos lípidos los podemos encontrar en animales y unas pocas bacterias, pero no en hongos o plantas.
Los mamíferos poseen abundantes plasmalógenos en el cerebro y el corazón, aunque también se encuentran en el riñón, el músculo esquelético y las células del sistema inmunitario. Aunque no está muy claro qué funciones desempeñan estos fosfolípidos, se cree que tienen un papel antioxidante y que participan en procesos de señalización, diferenciación celular y modulación de la estructura y dinámica de las membranas.
Además, los niveles de plasmalógenos se alteran en enfermedades raras (síndrome de Zellweger y condrodisplasia punctata rizomélica) y en otras comunes como el cáncer o el alzhéimer.
Una bacteria escondía el secreto
Pero ¿por qué no se conoce con exactitud qué hacen los plasmalógenos en nuestro organismo? La principal dificultad es que la identidad de la enzima que genera estos lípidos era todo un misterio, a pesar de que su actividad enzimática se había descrito hace más de medio siglo.
Por fin, hace unos cuatro años, se identificó el gen que determina esa enzima escurridiza. Y lo más curioso es que se encontró donde quizá nadie lo habría buscado: en una bacteria que vive en el suelo llamada Myxococcus xanthus.
Este microorganismo ha desarrollado un mecanismo extremadamente complejo para percibir la luz y producir carotenos que minimicen el daño fotooxidativo. Estudiando ese mecanismo descubrimos que una de las proteínas implicadas, CarF, es en realidad la enzima que cataliza el paso clave en la síntesis de plasmalógenos, y que la bacteria utiliza estos lípidos para percibir la luz.
Curiosamente, encontramos proteínas muy parecidas a CarF en animales (incluido el ser humano). El parecido es tan grande que cuando a la bacteria le quitamos CarF y hacemos que produzca las proteínas propias de los animales, ¡sigue respondiendo a la luz! Este hecho indica que las proteínas animales realizan la misma función que la bacteriana.
Ahora, conociendo la identidad de la enzima, podemos generar modelos animales que carezcan de ella y estudiar los efectos de la falta de plasmalógenos en el organismo.
Explorando los secretos de los plasmalógenos con el pez cebra
Imagine contar con una ventana para observar de cerca cómo funcionan nuestros genes y cómo afectan a nuestra salud. El pez cebra (Danio rerio) nos ofrece exactamente eso.
Aunque pueda sorprender, este pequeño pez comparte hasta un 70 % de sus genes con los humanos y hasta un 85 % de los genes relacionados con enfermedades. Pero Danio rerio tiene otras características que lo hacen aún más especial. Su fácil manipulación genética, combinada con un desarrollo embrionario rápido y externo, nos permite observar y modificar su ADN con facilidad. Además, su cuerpo transparente nos permite ver sus órganos y tejidos en acción, lo que facilita el estudio de procesos biológicos complejos, como la inflamación.
En nuestro artículo, eliminamos el gen que codifica la enzima responsable de producir plasmalógenos y observamos cómo afectaba a la respuesta inmunitaria en diferentes contextos inflamatorios. Descubrimos que con esa intervención se produce la muerte prematura de ciertas células del sistema inmunitario, lo que empeora la inflamación.
Además, en un modelo de inflamación aguda provocado por una herida, observamos que la falta del gen dificulta la resolución de la inflamación y la capacidad de regeneración del tejido. También vimos que la ausencia de plasmalógenos empeora la inflamación crónica en la piel y hace que el organismo sea más susceptible a las infecciones bacterianas. Estos hallazgos subrayan, pues, la importancia de los plasmalógenos en el control de la inflamación y las células inmunitarias.
Así es como el pequeño pez cebra, una inestimable herramienta de estudio, nos ayudó a abrir la puerta a nuevos descubrimientos sobre los mecanismos de la inflamación. Esta historia pone de nuevo en valor la relevancia de la investigación básica en las aplicaciones de la ciencia que viene a posteriori y son impredecibles.