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La crisis griega: ¿Una tragedia con final feliz?

Alexis Tsipras, primer ministro griego, en una reciente comparecencia. Sakis Mitrolidis / AFP

Por fin llegó el gran día: el pasado martes, Grecia salió oficialmente del tercer plan de ayuda financiera firmado en agosto de 2015. A partir de ahora, volará con sus propias alas, o casi, pues tendrá acceso a un colchón de 15.000 millones de euros en caso de que se complique su acceso al mercado financiero. A cambio, seguirá rindiendo cuentas a la Troika hasta 2022.

Pero, ¿deberíamos alegrarnos por Grecia? ¿Y por Europa? No está muy claro… Para alegrarse por la noticia tendrían que haberse resuelto los problemas que causaron ese dramático capítulo. ¿Realmente ha aprendido Grecia de la crisis de la deuda soberana que le provocó el gran batacazo económico?

Una Europa no tan solidaria

Hay que recordar que esta crisis surgió de la combinación de una política fiscal poco rigurosa permitida por los inversores extranjeros, conscientes de que la deuda griega no era equiparable en términos de calidad a la deuda alemana, pero que tampoco habría riesgo de impago, dado que Grecia es parte integrante de la zona euro.

Como prueba, el diferencial de tipos de interés entre la deuda griega a 10 años y la alemana era casi nulo antes de la crisis y, en su nivel más alto, superó los 3.000 puntos básicos. Como hasta el año 2010 el problema de la deuda soberana nunca se planteó, los inversores asumieron -erróneamente- que los países miembros de la zona euro serían solidarios con las deudas soberanas de sus miembros y que, si alguno perdía altura, el resto haría de paracaídas.

La crisis ha demostrado que el asunto es más complejo que todo eso. Incluso ha provocado el resurgimiento de los nacionalismos más primarios. No todos los países miembros estaban dispuestos a asumir los errores de gestión de las finanzas públicas -o la malversación-, cometidos por dirigentes políticos poco rigurosos.

Hacia el Pacto de Estabilidad

Si bien la zona euro hizo la vista gorda a estos comportamientos, había llegado el momento de rectificar. Esta es la posición mantenida por los países del Norte, principalmente Alemania, siempre alerta para evitar estos comportamientos poco ortodoxos.

Fue la Comisión la que insistió en adoptar el Pacto de Estabilidad, cuyo objetivo era garantizar que los países miembros de la zona euro adoptaran políticas fiscales convergentes, limitando el déficit público al 3% del PIB y la deuda pública al 60% del PIB.

Conscientes de las condiciones necesarias para lograr con éxito una zona monetaria común - mantenimiento de cierta similitud entre los ciclos económicos de los países miembros o flexibilidad de sus economías que permitiera reaccionar para compensar la diversidad de estos ciclos- y del hecho de que los países de la futura zona del euro no los respetaban, parecía esencial continuar trabajando en esa línea.

Se aprobó un Pacto de Estabilidad, pero rara vez se ha respetado con rigor porque nunca se han aplicado sus mecanismos de sanción. Desde este punto de vista, la crisis de la deuda griega puso los pies a Alemania en el peor de los escenarios, ese que tanto empeño puso en evitar. Desde esta óptica se entiende mejor la posición “dura” que ha mantenido Alemania desde el primer plan de ayuda para Grecia.

Para el gobierno germano es crucial enviar un mensaje a los países miembros: no puede haber polizones en la zona del euro. Esto explica su negativa categórica de ahora a cancelar parte de la deuda griega para aliviar la carga.

Mensaje de Alemania a los miembros

Mantener la obligación de saldar la deuda es una mensaje a los países miembros que se vieran tentados a deslizarse por la indisciplina fiscal, pero también es una forma de presionar a Grecia para que reforme su economía y emprenda los cambios necesarios que le permitan converger con el resto de los países miembros.

Emmanuel Macron, Angela Merkel y Alexis Tsipras, en Bruselas, el 11 de julio pasado. Benoît Doppagne/AFP

En el paroxismo de la crisis griega de 2015, quedó claro que la posición “dura” de Alemania no era compartida por todos los países miembros, evidenciando una clara escisión Norte-Sur. Esta división revela el malentendido sobre el que se construyó la moneda común: unos países la conciben como un proyecto económico y otros como un proyecto político.

Es esto lo que está alimentando el resurgir de los nacionalismos que vivimos ahora. Algunos países miembros se sienten menoscabados por la pérdida de soberanía en materia presupuestaria; pero en una zona monetaria óptima, la pérdida de una moneda propia conlleva que cada país renuncie a una plena soberanía fiscal para garantizar la sincronización del ciclo económico de todos los países miembros.

La caída de Grecia en 2010 fue causada por un gasto público desproporcionado en relación con su capacidad de recaudación tributaria. A principios de la década de 2000, el excepcional crecimiento económico de Grecia –que registró un aumento medio anual del 4,2%- ocultaba la insostenibilidad de su política fiscal: la deuda griega ha superado constantemente el umbral del 100% del PIB desde 1993. Sobre todo porque los inversores, como se ha señalado antes, compraron voluntariamente su deuda dando por hecho que el riesgo de impago era mínimo por pertenecer a la zona euro.

Sin embargo, los problemas de Grecia eran bien conocidos antes de la crisis: un sector público sobredimensionado que representa el 40% del PIB; 800.000 funcionarios públicos -el 16% de la población activa- y una economía sumergida estimada entre el 20% y el 30% del PIB. Estas realidades debilitan la capacidad del Estado para financiarse a través de los impuestos.

Pendientes del turismo

La economía griega, muy dependiente del turismo y del transporte marítimo, es muy poco competitiva. Está estructuralmente muy lejos de la media de los países de la zona euro y, lo que es más preocupante, no aprovechó la recuperación económica de la década de 2000 para emprender reformas estructurales que le permitieran acercarse a la media de los Estados miembros.

Así que lo ha tenido que hacer bajo las condiciones de los planes de rescate europeo. La crisis le costó al país una pérdida del 25% de PIB y agravó un desempleo que alcanzó al 27% de la población activa. ¿Significa eso que Grecia ha cambiado?

La Administración de Estado ha reducido el número de funcionarios en casi una cuarta parte; pero esto no ha generado necesariamente una mejora de su eficiencia, pues aún queda pendiente una completa reorganización del sector público. Para más inri, algunos culpan ahora a los recortes económicos forzosos mezclados con la ineficacia del Estado de no haber realizado una gestión anticipada de los incendios mortales y de la falta de planes de evacuación eficaces en la tragedia de este verano.

En cuanto a la recaudación de impuestos, su eficacia no ha mejorado desde la crisis, como en el caso del IVA, cuya recaudación incluso ha bajado tras la subida del tipo. También se han realizado reformas para simplificar el impuesto sobre la renta y el de propiedades. Pero en una cultura donde la evasión fiscal es un deporte nacional, casi sería recomendable establecer un impuesto fijo a un tipo bajo para incentivar el cumplimiento de las obligaciones fiscales por los ciudadanos.

Debate en el Parlamento griego, el 5 de julio pasado, sobre Europa y los resultados del Eurogrupo. Louisa Gouliamaki/AFP

Por lo demás, Grecia ha llevado a cabo numerosas reformas impuestas por los acreedores durante el tercer plan de ayudas en 2015, lo que ha aumentado la competitividad de muchos sectores, con una reforma paralela del mercado laboral que favoreció su flexibilidad y de un sistema de pensiones que era demasiado costoso.

Falta un relevo interno

Sobre el papel, Grecia cumplió con el trabajo exigido para garantizar la protección de sus acreedores, un condición que era imprescindible para ir superando los distintos tramos del rescate.

¿Significa eso que Grecia ha cambiado? No está nada claro. Grecia tiene un funcionamiento institucional diferente al de la media de los países de la zona del euro, y las instituciones no se cambian rápidamente.

Sin duda, las reformas abordadas colocan al país en la senda de la convergencia, pero sin nadie que tome el testigo interno para continuar esta labor iniciada por imperativo europeo, no es seguro que los necesarios cambios estructurales se produzcan a largo plazo.

Para ello se necesitaría un apoyo real de la población, y la crisis de 2015 ha demostrado que los griegos no son muy partidarios. Además, la fuga de jóvenes desde 2010 -entre 350.000 y 400.000 de entre 20 y 30 años, dos tercios de los cuales tienen estudios superiores- está agravando la situación y poniendo en peligro el crecimiento a largo plazo.

La crisis griega podría haber sido una oportunidad para que los países de la zona del euro aclararan sus intenciones con respecto al diseño de la moneda única. Lamentablemente, la realidad dista mucho de este ideal.

Desde ese trágico verano de 2015, los desacuerdos dentro de la zona del euro han sido tan agudos como siempre, y el apoyo de los ciudadanos no existe. Prueba de ello es la reciente llegada al poder en Italia de la en apariencia imposible coalición de la extrema derecha nacionalista y la izquierda antisistema… ¿Se puede pensar que lo peor ya ha pasado?

This article was originally published in French

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