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Un niño acurrucado en junto a un radiador y una mochila en el cuarto de baño de un colegio.

El rechazo en la escuela: cuando no gustar al grupo se cronifica

La necesidad de pertenencia es fundamental en el desarrollo de los seres humanos. Para los humanos más pequeños esta necesidad se concreta en tener compañeros y compañeras de aprendizaje, de juegos y, algo después, amigas y amigos.

Pero, para algunos niñas y niños, esto no funciona y son sistemáticamente excluidos de las relaciones grupales. Sus compañeros prefieren estar con otros miembros del grupo, e incluso, explícitamente, prefieren no hacer cosas junto a ellos. La investigación ha constatado que existe un elevado índice de niños y niñas que a lo largo de su escolaridad son rechazados por sus compañeros, con pequeñas variaciones a lo largo de la escolaridad, y de forma muy desigual en chicos y chicas (los niños son más rechazados que las niñas).

En nuestros propios datos encontramos tasas de rechazados entre el 12 % y 16 %, siendo muy improbable encontrar un aula sin ningún rechazado. De hecho, en torno al 75 % de las aulas cuentan con al menos 3 estudiantes rechazados.

No gustar, experiencia común

La mayor parte de las personas no gustamos a todos, incluso puede que seamos el foco del rechazo activo de algunas personas, por lo que los desagrados y los rechazos forman parte de la dinámica interpersonal y grupal cotidiana. De nuevo en nuestros datos aparece con claridad que el intercambio de desagrados o afectos negativos entre compañeros es una experiencia adversa común desde el inicio de la escolaridad.

Así, en estudios previos hemos encontrado que el 96 % de niños y niñas de 6–7 años señalan negativamente a algún compañero y el 86 % de los niños y niñas son señalados negativamente al menos una vez por otro compañero.

El rechazo crónico y sus efectos

Pese a que el rechazo forma parte de manera difícilmente eludible de nuestras relaciones, cuando se vuelve crónico, se convierte en uno de los predictores más importantes de desajuste psicológico, social y académico para el que lo padece.

Estudiar el rechazo y su evolución es complicado por variadas razones. La primera es que acceder a informaciones negativas puede implicar hacer preguntas delicadas, lo que no siempre es fácil. Pero quizá la fundamental es que en nuestra sociedad existe un fuerte sesgo positivo sobre las relaciones, olvidando los aspectos más negativos de los intercambios personales, como serían los desagrados entre iguales, es decir: las situaciones en las que dos personas no se gustan o a una no le gusta la otra.

El resultado de que las personas estén menos dispuestas a expresar o compartir informaciones negativas, o que las expresen en escenarios menos accesibles a los rechazados, es que se dispone de menos información sobre las actitudes o relaciones negativas.

Todo ello conlleva que las situaciones de rechazo generalmente tengan un carácter encubierto. Así, hemos encontrado que el 95 % de los niños y niñas de 6–7 años cometen algún tipo de error en la identificación de sus rechazadores y que la mitad no acierta a descubrir quiénes son. Esta situación parece mantenerse en el tiempo, dado que en torno a la mitad de los rechazadores de cuarto curso creen que los compañeros que no les gustan lo desconocen y que, en cierta manera, esto ocurre porque lo ocultan.

¿Por qué no gusto?

Pero ¿por qué ciertos niños y niñas no gustan? ¿Qué tienen en común? O quizás una pregunta más adecuada sea: ¿qué ha ocurrido para que el grupo no los quiera?

Una respuesta rápida e intuitiva sería pensar que algo está mal en ellos. Desde esta teoría de las características se señala que hay rasgos que se consideran deseables en sí mismos, como la empatía o la prosocialidad, que serían motivos de aceptación, y que hay otros, como la agresividad y el retraimiento, que no se consideran deseables y que serán motivo de rechazo.

Se pone el acento, entonces, en las propias conductas de las personas rechazadas. Una respuesta algo más compleja se centraría en que las preferencias o rechazos se realizan sobre la base del coste–beneficio que tiene para quienes toman la decisión.

En ese caso se pondría el foco en la interpretación que los rechazadores hacen de la conducta del rechazado en términos de costes para sí mismo o para su grupo.

Además de esta valoración objetiva de la conducta por parte del grupo, también hay evidencias de que nos gustan personas con características similares a las nuestras. Esta búsqueda de similitudes también se extiende a los grupos, identificándonos con características diversas, como puede ser el sexo (“chicas” frente a “chicos”). Esta última teoría propone, a su vez, que la disimilitud conduce al desagrado.

Shutterstock / LightField Studios

Un círculo vicioso

Así, un niño o una niña con habilidades sociales pobres tiene conductas retraídas, agresivas o poco adaptadas al grupo, lo que provoca cierto rechazo entre sus compañeros. En no pocas ocasiones, ni siquiera encontramos al inicio conductas inadecuadas, sino simplemente diferencias en conducta o juego, poca relación, poca afinidad o pertenencia a grupos distintos, incluido el género.

Este rechazo inicial influye negativamente en las percepciones del niño sobre sí mismo y sobre los otros. Esto, a su vez, influye en el comportamiento del niño con los iguales, que se vuelve cada vez más desadaptativo, lo que, a su vez, influye negativamente en las actitudes de los iguales y su comportamiento hacia el niño, formando así “una espiral negativa de desarrollo”.

La cronificación del rechazo resulta especialmente grave porque es una situación que aleja permanentemente a los niños y niñas que lo sufren tanto de las ventajas evolutivas y beneficios de las propias relaciones como de los mecanismos de influencia entre pares y que son cruciales para el desarrollo de determinadas habilidades.

La ausencia de aprendizaje grupal

Son niños y niñas, por tanto, que no pertenecen al grupo y que no se benefician de este como contexto de aprendizaje. Hay que añadir, además, que el rechazo suele ser una situación relativamente estable cuando no se interviene en ella y que la estabilidad del rechazo se relaciona claramente con un mayor deterioro del ajuste socioemocional.

Pocos problemas durante la infancia conllevan el nivel de estrés y daño a largo plazo que el que causa el rechazo crónico de los iguales.

A corto plazo, el rechazo provoca daños emocionales, como la soledad, y bajo rendimiento académico; a largo plazo, se relaciona con problemas de internalización (depresión, baja autoestima, ansiedad) y de externalización (abandono escolar, problemas de conducta, conducta antisocial, abuso de drogas).

Solo intervenciones que pongan el foco tanto en la prevención como en la promoción de la convivencia, que combinen la atención individual con la implicación del profesorado, la familia y el grupo de iguales, que se prolonguen en el tiempo y se adapten a las situaciones y prácticas concretas de cada contexto ofrecerán soluciones satisfactorias a las niñas y a los niños inmersos en las situaciones de rechazo.

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