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The Conversation y el nacimiento del columnismo científico

No es fácil explicar el éxito de The Conversation entre los académicos. Parece una plataforma tan esperada como bien recibida. Y también necesaria. De pronto, los académicos han encontrado la manera de contactar con sus públicos sin mediación. The Conversation nos ofrece la oportunidad de aportar criterio sobre los asuntos cotidianos, según un principio de veracidad.

Si la emergencia del columnismo literario o político se asocia a la consolidación de la figura del intelectual en el primer tercio del siglo XX, parece que ahora, un siglo más tarde, le llega el turno al columnismo científico.

Todo indica que los académicos ansiaban ese canal directo y no mediado por periodistas, muchas veces calificados de simplistas y/o atropellados. Contamos con una larga historia de desencuentros entre los académicos y los periodistas (también aquí), pues, mientras los primeros se quejaban de ser manipulados, simplificados o espectacularizados, los segundos sentían que eran tratados con suficiencia, desdén o paternalismo. Ambos se necesitaban, a la par que desconfiaban de la posibilidad de una comunicación fluida. Ni que decir tiene que este texto no se escribe para ensayar un juicio sumarísimo sobre el conflicto entre las culturas del laboratorio y de la sala de prensa. Nuestro interés es otro.

Públicos para la ciencia

Estaremos de acuerdo en que cada día es más frecuente la presencia de noticias científicas en la portada de los principales medios de opinión. Pocas personas deben quedar que no se hayan enterado de que hay una crisis climática, de que nos urgen políticas medioambientales, que necesitamos tomarnos en serio la transición energética, que está disminuyendo dramáticamente la biodiversidad, que el problema del cáncer sigue creciendo, o que necesitamos otros hábitos de alimentación, transporte o consumo.

Los transgénicos, los plásticos, el CO₂ atmosférico y los ansiolíticos son términos con los que convivimos de ordinario. Las alergias, las fobias, el autismo, la celiaquía, el asma, los disruptores endocrinos y los padecimientos crónicos también son asuntos que reclaman nuestra atención. Y no hablemos del TDH, la fibromialgia, la osteoporosis, el estrés, la diabetes, la hipertensión, la esclerosis, la obesidad y el alzhéimer.

Es normal entonces que se reclame más y mejor información, dada la creciente complejidad de los asuntos que nos afectan.

En las dos últimas décadas hemos asistido al despliegue de muchas formas distintas de construir públicos para la ciencia. Desde la tradicional apuesta por la divulgación han ido apareciendo otros profesionales, los periodistas científicos que, al igual que ya sucedía con el teatro, el fútbol o los libros, nos cuentan las más notables novedades de la ciencia.

También se ha desarrollado un enjambre de cómicos, payasos, monologistas, youtubers, instagramers, tiktokers y otros habilidosos performers que han convertido la ciencia en algo que puede ser tan divertido para el espectador como atractivo para las masas. La divulgación científica no deja de sorprendernos con nuevas y atrevidas propuestas.

También se han asentado quienes vinculan el oficio de comunicar al de hacer crecer la marca de una organización que se identifica con la tarea de hacer descubrimientos y que los difunde mediante notas de prensa.

Los science writers, penúltima categoría de comunicadores que queremos mencionar, dedican menos atención a los resultados y se ponen a prueba orientando su talento a la admirable y exigente tarea de crear un lenguaje con el que hablar de la vida en el laboratorio, sus vericuetos y perplejidades o sus conexiones y artimañas.

Y sí, ahora llegan los columnistas de la ciencia.

La revolución de la comunicación científica

Lo nuevo, la novedad que representan las decenas de millones de lectores creados por The Conversation, es que esos públicos emergentes no quieren ni pueden conformarse con acercamientos genéricos, laudatorios y neutrales. Y mucho menos si hablan de mundos lejanos que no sabemos cómo nos afectan y en qué somos concernidos. No nos basta con admirar el trabajo de los científicos.

La pandemia revolucionó el mundo de la comunicación científica. También multiplicó la demanda de información veraz. Los públicos quieren convertir en autores a los propios investigadores y les reclaman olfato para lo cotidiano. Queremos obtener claves sobre cómo actuar. Necesitamos que le den peso a los datos, que nos digan cuáles son sus implicaciones directas y que nos enseñen a evaluar lo que (nos) pasa. Les pedimos que se comporten como los hombres y mujeres del tiempo: que sean veraces y concretos, y nos ayuden a elegir la ropa que nos vamos a poner.

COVID 19 en español

The Conversation ha escuchado esta demanda, publicando 877 artículos en 2020 clasificados con la etiqueta covid-19, lo que supuso movilizar a 755 autores de toda la geografía española y 158 de otros países, especialmente de Reino Unido, Estados Unidos, Australia y Francia. Hubo 105 autores que escribieron 2 artículos, 29 que escribieron 3, etc. hasta uno que publicó 21 artículos, pero una inmensa mayoría se limitó a uno. Merece la pena subrayar que la tasa de artículos en coautoría alcanza casi el 30%.

Producción por Comunidades Autonómas en el conjunto de artículos covid19 The Conversation. Elaboración propia.

Son cifras impactantes porque muestran que había una comunidad dispuesta a personarse en el espacio público si se le daba la oportunidad. Hay autores que han tenido millones de lecturas, una cifra que no coincide con el número de lectores pero que dice mucho acerca del impacto de algunos artículos. Y, entre todos, ninguno destaca más que Ignacio López-Goñi, catedrático de Microbiología de la Universidad de Navarra y reciente premio de divulgación científica de la Fundación Lilly.

Y aunque hay predominio de científicos sociales (participan en 556 artículos), también aparecieron por sus páginas los académicos pertenecientes a las ciencias de la vida (331 artículos) y de la materia (147 artículos). Hay artículos que cubren más de un área temática. La presencia relevante de las ciencias sociales merece ser subrayada, pues realmente estamos ante una sindemia, y prueba la rapidez con la que los científicos sociales se movilizaron para ofrecer información de calidad y reclamar de las autoridades un acercamiento que no se limitara a los aspectos biosanitarios.

Clasificación temática del corpus covid19 The Conversation. Elaboración propia.

La existencia de una demanda y de unos públicos no son las únicas novedades, pues también los asuntos que deben ser tratados son controvertidos. Concentraron la atención temas que todos recordamos: la problemática de las mascarillas (124 artículos), el peligro de los aerosoles (25), la gestión de las residencias (132), la conveniencia de reabrir los colegios (44), el impacto del teletrabajo (88) y, desde luego, la forma de afrontar el desplome de la economía (232).

Temas destacados en el conjunto de artículos covid19 The Conversation. Elaboración propia.

Son datos del proyecto COVID 19 en español financiado por el CSIC y que aborda un análisis interdisciplinar sobre el corpus de textos de The Conversation, publicados durante 2020 y etiquetados por los editores con el marcador covid-19.

Las claves para entender lo que (nos) pasa

Vemos que se trata de temas de gran complejidad que pueden ser observados desde varios puntos de vista y sobre los que discrepan los propios académicos. Lo nuevo es que esas controversias, a veces, se dirimen en la prensa o en cualquier otro medio. Los científicos, a su manera, ya no ocultan sus diferencias.

Hablamos de problemas que no podemos resolver mediante supuestos experimentos cruciales, ya sea porque no tenemos tiempo, ya sea porque pertenecen a mundos epistémicos inconmensurables. No hay un test con el que discriminar entre puntos de vista diferentes. Ambos pueden ser parcialmente ciertos. La ciencia entonces no es unívoca.

No hay un criterio científico enfrentado a los que podríamos llamar criterios políticos, culturales o ideológicos. Y, como decía Milton Friedman recordando sus años de columnista en Newsweek, cuando los temas saltan al público, no hay ninguno que sea puramente económico o, decimos nosotros, estrictamente científico. Todos admiten múltiples puntos de vista. No es que todo sea opinión, pero tampoco todo puede ser demostración.

Los objetos científicos desbordaron las paredes del laboratorio y pasaron a pulular por el espacio público. Solo en el espacio del laboratorio sabemos controlar todas sus variables y mostrarlos con perfiles claramente definidos; cuando comienzan a deambular por los media y se hacen mundanos, se convierten en objetos incontrolables. O, dicho con otras palabras, en objetos que muy difícilmente podremos devolver a su origen en el laboratorio. Les pasa entonces a esos objetos lo que ocurre con el fútbol, la eutanasia, los Oscar o la moda. Se convierten en cosas más o menos opinables. Dan cuenta de la pluralidad de formas de divertirnos, agobiarnos o aburrirnos. Dan colorido a la vida. Son una muestra de la diferencia que somos.

Y, en fin, como no tenemos tiempo para estar en todos los saraos, necesitamos ayuda y buscamos quien nos proporcione las claves con las que entender lo que (nos) pasa. Para eso están los periodistas y por eso los necesitamos. Entre ellos, sin embargo, hay algunos que gozan de más libertad que sus editores, pueden ser más creativos y, sobre todo, disponen de más tiempo para regodearse con las palabras, los argumentos y los personajes. Son los columnistas y siempre han contado con la admiración de sus lectores.

Columnismo político y literario

Larra en el siglo XIX, y Umbral o Gabilondo en el XX, son quizás los más conocidos. Pero podríamos citar a decenas de plumas brillantes y afiladas. Ni faltan autores, ni sobran sus performances. Ahora hay tantos que ya no pueden ser todos exquisitos opinadores. Muchas veces, además, pareciera que se les contrata para enredar antes que para curar. Son los tiempos que corren, más polarizados y frentistas que diversos y divertidos.

Un columnista político o literario es, por la naturaleza de su oficio, una persona que conoce los contextos en los que se producen las discrepancias, crea conexiones ocultas entre eventos aparentemente inconexos, busca los datos para que sus posiciones no se aparten de los hechos y, en fin, despliega una prosa que combina el lenguaje experto con el mundano, la retórica del sabedor con la del espectador y la habilidad para entretener, informar y narrar.

Columnismo científico

El columnista científico también aporta criterio, maneja información privilegiada y es consciente de la responsabilidad que implica tomar la palabra frente a asuntos tan controvertidos. Está siendo doblemente vigilado: de un lado por sus colegas que quizás no autoricen las visiones más drásticas, dramáticas o sensacionalistas; del otro, por los concernidos, pues quienes padecen asma, militan por los bosques o combaten las fake news saben mucho de lo que les preocupa y toleran mal a los expertos que se muestran arrogantes en el espacio público.

Los científicos columnistas tienen que tomar precauciones. Quizás no sean escritores excelsos y necesiten consejos sobre cómo comunicar mejor, pero son custodios del culto a las evidencias.

Viendo cómo escriben en The Conversation observamos que son opinadores cautos que nos están enseñando a pensar sin certezas, entre porcentajes, mediante afirmaciones provisionales, con evaluaciones tentativas y sin prisas. Están invitando a sus lectores a habitar la incertidumbre. Por supuesto que se mojan y arriesgan opiniones, pero siempre añaden coletillas del tipo “estamos casi seguros de que…”, “es probable que…”, “no tenemos evidencias firmes de que…”, “nos inclinamos a pensar que…”.

Y sí, es verdad. Es expectorante que este lenguaje amigable y esta forma de relacionarnos haya emergido justo cuando proliferan los gestos populistas, las afirmaciones gratuitas y las verdades alternativas. Demos pues la bienvenida al columnismo científico.

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