La responsabilidad del desastre socioambiental de Rio Grande do Sul no es sólo del agua y del clima. También es consecuencia del modelo de desarrollo económico, que ha relegado a un segundo plano la planificación medioambiental.
Las grandes inundaciones en el desierto de Atacama, en Chile, aunque muy escasas, son un fenómeno que se repite desde hace siglos, antes de que el cambio climático amenazara nuestro planeta.
Tanto la falta como el exceso de lluvias acentúan los problemas de acceso al agua potable, salubridad y seguridad alimentaria de las regiones más vulnerables del planeta. Desarrollar sistemas de alerta temprana es fundamental para reducir su impacto.
La población humana se ha duplicado en 48 años, y el empeoramiento del cambio climático ha hecho que el mundo se enfrente a graves riesgos sanitarios, desde las enfermedades infecciosas hasta el hambre y el estrés térmico.
Los desastres se definen por la interacción entre un fenómeno físico y las vulnerabilidades de la población afectada. Por eso, la educación y el desarrollo social son decisivos para prevenirlos.
Una serie de herramientas permiten predecir el riesgo de que ocurra un fenómeno climático extremo y las condiciones de humedad del suelo para planificar los cultivos y estimar pérdidas.
Los hidrólogos no están satisfechos con los modelos de predicción de avenidas ni con la capacidad de estas herramientas para predecir la evolución de los fenómenos hidrológicos.
Necesitamos una nueva cultura del agua y del territorio para prevenir las avenidas. Son evitables: la clave está en una gestión regional acorde a los ríos y los sistemas hidráulicos.
Aumenta la evidencia de que, a medida que el clima se calienta, la cantidad de precipitación de las fuertes tormentas está aumentando, especialmente en el centro y este de Estados Unidos.
Frente a la creciente intensidad de los huracanes como el Ida, necesitamos reducir las emisiones de efecto invernadero, desarrollar protocolos de actuación y rediseñar las ciudades.
Si bien el calentamiento global está aumentando la intensidad de fenómenos meteorológicos extremos, otros factores como la pérdida de vidas y los daños económicos determinan cómo percibimos su gravedad.
Deberíamos considerar los desastres como procesos históricos y responsabilizarnos como sociedad de nuestro papel en las catástrofes pasadas, presentes y futuras.
Iniciativas como aumentar las zonas y cubiertas verdes y construir drenajes urbanos, además de las medidas para reducir el transporte individual, contribuyen a hacer las ciudades más resilientes.
En el mejor de los casos, incluso si consiguiésemos reducir lo suficiente y con rapidez las emisiones, se agudizarían los fenómenos extremos y las altas temperaturas tardarían siglos en volver a niveles anteriores.
El impacto del cambio climático en los fenómenos extremos relacionados con el agua es cada vez más evidente, advierte un autor principal del nuevo informe.
El problema de las inundaciones es la falta de aceptación de la incertidumbre. Por lo general no se tienen preparados protocolos para estos casos, como tampoco para las olas de calor o los incendios.
Las consecuencias del calentamiento global y la degradación forestal están afectando a las poblaciones de los árboles preferidos para fabricar algunas de las guitarras más populares entre los roqueros.
Las crecidas e inundaciones en el Bajo Guadalquivir son un fenómeno histórico cuyo riesgo potencial ha aumentado en los últimos años debido a la acción del hombre.
Profesora del Departamento de Construcción y Tecnología Arquitectónicas de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)